29 noviembre 2011

::¡Piii… Chucu-chun… Traca-trac… Pííí!







Ilustracion: Antonio Florencio.





De las entrañas tenebrosas de la tierra, por el oscuro bocanal del túnel, ojo de Polifemo agujereado en la frente del montículo, salía el tren silbando, renqueando, chispeando, humeando, dejando atrás volutas de humo gris-negruzco que desenrollándose como las circunvoluciones de un dragón chino iban ascendiendo en espiral. Brazos de remeros de titanes apocalípticos, las bielas chirriantes impulsaban las ruedas de hierro de un buque fantasma sobre los rieles reverberantes al sol, por un camino que iba a parar no sé dónde sobre el puente perpendicular a otro puente que hundía sus pilares ennegrecidos en las aguas cenagosas del río. No me explicaba cómo la gente abajo seguía tan tranquila, como si no ocurriese nada. Yo estaba segura de que aquel monstruo amenazante caería irremediablemente desde aquella altura produciendo una catástrofe universal, como estaba segura de que todos los pueblos tenían castillo, puente, río, túnel y tren.

Poco después de aquella visión apocalíptica yo misma iba a ser usuaria frecuente de aquel tren. Una noche de vuelta de la feria de Sevilla, donde me habían comprado una escobita en un puesto extendido en el suelo alumbrado con humeantes lámparas de carburo. Muy contenta estaba yo con mi juguete y mi afán de limpieza, adelantándome a la canción de protesta “si yo tuviera una escoba cuántas cosas barrería”. La gente apiñada en el penumbroso vagón, en las curvas se aglomeraba a un lado o a otro para hacer balance, porque el tren, sobrecargado, iba a descarrilar.

Los fines de semana nos íbamos a Sevilla con la familia. La estación estaba muy lejos de nuestra casa en la alta carretera Bailén. Salíamos por la mañana temprano. Yo andaba deprisa, hundida la barbilla en el pecho, protegiéndome las manos desnudas bajo los sobacos. Los asientos de tabla estaban muy fríos, los cristales empañados de las ventanillas apenas nos dejaban ver los campos cubiertos por un manto de escarcha blanquecina. Inviernos crudísimos de la España de posguerra que tuvieron en mi mente la misma estampa de las descripciones de Siberia de Dostoievski, primeras obras completas que leí en mi adolescencia.

Muy distintas eran las primaveras y veranos cuando papá nos llevaba al parque. Algunas veces estaban las azudas corriendo como pequeñas cataratas (yo entonces decía “las súas”)y teníamos que atravesar el río en lancha. Las aguas espumeantes me producían un pánico de mar embravecido, como si unas simas bajo los molinos harineros nos fueran a tragar. Chillando aterrorizada me escapé a tierra firme, donde papá me atrapó poniéndome bajo su brazo pateando como una muñeca descoyuntada. Por las noches soñaba con el estruendo del agua chocando contra las compuertas de contención.

Una vez se incendió un infiernillo de laboratorio en la farmacia de la calla La Mina, que sacaron a la calle. Las llamas llegaban muy altas y la gente las rodeaban fascinadas, como indios americanos en una danza ritual. Yo enfermé de espanto, descubriendo lo que luego definiría como una acentuada piro fobia, maliciándome que tal vez, en alguna vida anterior había sido quemada en un auto de fe por la Inquisición.

La gente se sentaba al fresco en las aceras las noches de verano. A mí me hacían bailar . Yo bailaba con la extraña condición de que tenían que encenderme una candela de las que se hacían en las calles. Tal vez las noches de San Juan. Veía las rojas llamas, y allá corría yo fascinad, dejando de bailar y olvidando todas las promesas, hechizada por a magia ancestral  del fuego. Para mi alma de niña fue una tremenda decepción no conseguir el pago que pedía por mi baile, como el país encantado y brillante que soñaba entonces y que poco a poco fue diluyéndose en la realidad.