Al volver del paseo al parque con papá los domingos, nos sentábamos a merendar refrescos y pastelillos en la confitería La Gloria, frente al Casino. Allí, sentada en sus rodillas, le leía el periódico al industrial Matías Casado. Como él no tenía hijos, siempre quiso prohijarme, lo que papá no consintió. Al morir él mis tías no accedieron tampoco, respetando su voluntad, y me enviaron a un internado benéfico. Ser millonaria me hubiera desviado de mi camino, del que no reniego en absoluto. Sólo una vez ante los escaparates del Tiffany en New York, me acometió un fuerte deseo de haber podido adquirir una joya allí, a manera de experiencia vital.
Lo mismo ocurriría con mi hermana pequeña, que se había criado frente a
casa, en la farmacia de D. Manuel, al cuidado de su esposa doña Isabel, que tampoco tenían hijos. Cuando
ellos hablaron de adoptarla, mi tía, que había recogido su primer vagido
mientras mamá agonizaba, puso el grito en el cielo, y las cosas vinieron a mal.
Papá murió el día de la Inmaculada. Ya todo concertado de antemano,
una semana después, doña Isabel me llevó al convento del que eran bienhechores, dónde don Manuel tenía cinco hermanas monjas. Allí me entregó a la superiora del
internado, hermana Amalia, primera persona santa de las pocas que he conocido
en mi vida.
Ya en vacaciones de navidad, las niñas se ocupaban de preparar las
fiestas. Ayudé a montar el belén que ocupaba toda el ala derecha de la sala de clase.
En el extremo opuesto se elevaba el escenario donde representábamos teatros y
bailes, en los que participé vestida de pastorcillo con una zamarra aborregada
y un cayado, en un baile de hadas, con
capirucho puntiagudo y tules, al son de El Danubio Azul. Al año siguiente, ya
estudiante de solfeo pude interpretar al piano un fácil villancico.
Los campanilleros y los tunos de la cercana antigua Universidad daban
serenatas alrededor del convento. Me deslumbró la solemne misa del gallo, con tres
oficiantes en brillantes dalmáticas, cantada por el coro de novicias, que
culminaba con el besa pies al Niño Jesús, al compás de Las cuatro estaciones
que Vivaldi había compuesto cuando era preceptor en el Ospedale de la Pietá de huérfanas pobres en su ciudad natal,
Venecia. Poco después Pío XII prohibió la música profana en la liturgia católica, y lo hacíamos con el
villancico alemán, recién estrenado en España,
Noche de paz, noche de amor.
Finalizadas las fiestas se asignaban los nuevos oficios. A mí me tocó
la clase de estudios. Estaba encantada de tener que cuidar libros y material
escolar. A las seis de la mañana, en el gran dormitorio de las pequeñas, de
grandes ventanales simétricos enrejados, pasaba la monja de turno repiqueteando
la campanilla al conjuro de viva Jesús. Hacíamos las camas y nuestro arreglo
personal con el agua escarchada en invierno en las palanganas individuales de
loza blanca, y nos íbamos reuniendo en el oratorio del internado, antes de
bajar en fila doble a la misa y comunión diaria en la capilla de la comunidad.
A las ocho desayunábamos, seguidamente arreglábamos los departamentos asignados,
y a las nueve comenzábamos las clases. Aunque teníamos más horas de rezos que
de estudios, las monjas no consiguieron ilustrar a las niñas desaplicadas,
perezosas o poco dotadas.
A media mañana nos reuníamos en el salón de labores flanqueados de
largos bastidores. El silencio era obligatorio excepto en las horas de recreo
después de almuerzo y cena antes de
irnos a la cama a las diez. Mientras bordábamos alguna de las mayores leía en
alto. Litertura mística y de aventuras
del leonés Padre Llorente, misionero en Alaska, de Delia Agostini, especie de
heroína laica de la Italia fascista, y novelas juveniles de niños aristócratas
de los colegio jesuitas de Madrid,
Viena, Chicago y California, que la sabia y santa Hermana Amalia llegó a
prohibir, porque aquella fantasía auditiva estaba muy lejos de nuestra realidad
de niñas menesterosas. Por supuesto que allí no teníamos los cuentos de
Andersen ni de los hermanos Grimm, y Juliano
el Apóstata, Voltaire, Rousseau y Nietzsche eran anatema. Claro que yo leía
todo lo que podía sustraer de la biblioteca.
En la hora de la siesta en verano, al tenue rayo de luz de la celosía,
que pudo ser la causa de mi minusvalía visual progresiva.
Conforme las mayores iban saliendo del internado para volver poco
después al noviciado, yo iba sustituyéndolas como lectora. Bien entrenada por
papá cuando leíamos sentados a la mesa de camilla, a mí me gustaba mucho más
leer que bordar. Las que me habían precedido eran buenas lectoras, pero en mi
tanda ninguna era mejor que yo. Cuando la monja ponía a otra, las niñas
protestaban. Así me convertí en la Lectora Oficial.
De pie en el centro del refectorio, leía el Santoral del día en el
Martirologio Romano. Vidas de eremitas de la Tebaida en los primeros tiempos cristianos,
mártires arrojados a las fieras en el Coliseo por los emperadores Maximiliano
Daciano y Diocleciano. Vírgenes que se dejaban arrancar los ojos o ser
arrastradas atadas a la cola de un caballo, antes que acceder a las
solicitaciones de sus torturadores o
abjurar de su fe. Espoleaban mi natural escepticismo Simón el Estilita, que
había alcanzado la santidad de pie sobre una columna en la plaza pública
durante 37 años. O san Luis Gonzaga, patrón de la castidad, que ya en la Italia
renacentista, jamás había osado mirar a la cara a su propia madre. Sospechaba
que el misticismo de santa Margarita María de Alacoque era provocado por la
grandiosidad de la catedral de su ciudad natal, Paray Lemonial.
Nunca he menos valorado mi aprendizaje conventual. El devenir de la
Humanidad no puede comprenderse sin la
Historia de la Iglesia, de todas ellas, hermanas gemelas de la historia de las
Artes, cada una con su peculiaridad en
tiempo y espacio. El trono episcopal siempre ha estado unos escaños más arriba
del trono real, e incluso del imperial. Contrariamente a los cristianos
protestantes, que tanto conocimiento tienen de la Biblia, muchos católicos
practicantes españoles ni siquiera han leído los Evangelios. Lo que aquí se
llama educación religiosa, es sólo material de catequesis, a ser enseñado en
las parroquias. La Religión, ese misterioso y diverso sentimiento que desde
siempre ha venido obsesionando al hombre, sólo debía ser materia de
conocimiento escolástico y autodidacta, para poder dilucidar sobre su inherente
oscurantismo.