Que el firmamento era un doble alumbrado muy alto muy alto, fue mi
primera noción empírica. Que me dijeran que aquello puntitos titilantes no eran
bombillas sino mundos, me decepcionó.
Mientras jugábamos a la rueda en la placita
del Carmen, en un crepúsculo descubrí a Venus, el hermoso lucero del atardecer.
La Venus Matutina la descubrí mucho más tarde en mi vida. Los sabios antiguos
los habían creído astros distintos, por eso los denominaron Héspera al de la
tarde, Fófora el de la mañana. En cambio yo nunca tuve duda de que eran la
misma estrella en distintos tiempos.
En la biblioteca del internado de las
monjas, sustraía sin permiso, que nunca
hubiera obtenido, tentadores tratados de Astronomía. Así aprendí todo el
planisferio celeste, afanándome en identificar aquellos garabatos en el
pentagrama del cielo, sin estar nunca segura.
Las monjas me castigaban al alejamiento en
uno de los apartados de la azotea. En mi impotencia y desolación de niña
desvalida, me preguntaba qué eran aquellos seres que titilaban de gozo o de
dolor allá arriba. Desde aquí ¿era yo también un puntito nervioso para ellos?
Mi único amigo en el mundo era el hermoso astro. A la puesta de sol, mucho
antes de que aparecieran sus otros compañeros, adelantando su hora par a acudir
a su cita conmigo, ya estaba allí Venus. Iba viéndole encenderse en el telón
violeta del cielo, suspendido en el abovedado infinito y oscuro de la noche,
como un inmenso pez de plata en una inconmensurable pecera. Frente a mí, Venus
resplandeciente me guiñaba compasivo su ojo de luz.
Y la paz llegaba, y hasta el gozo. Un gozo
exultante y alegre por aquella ascensión al mundo grande, que no hubiera
cambiado por la bisoña mentalidad de aquellas niñas de mi edad que jugaban en
el fondo de aquel patio, en cuya destechada cúspide yo sufría y gozaba liberada
mediante el dolor de aquella monótona vulgaridad, comprándome con él un yo
eterno. Querido Venus, nunca he olvidado nuestra vieja camaradería.
“Ese ardiente horno de Venus, dice nuestro
sabio Físico/Matemático, investigador en el CSIC, Director del Laboratorio de Tecnología
Aeroespacial en Los Álamos, Texas, etc. Tan científico como poeta.. Al fin y al
cabo la Poesía no es más que la música increada del Universo.
Ya en la pubertad empezó a significar mucho
para mí la Luna. La poética Selene de la Mitología, diosa de la Feminidad, me
hacía sentirme transida de emoción cada vez que su hoja de alfaca desgarra el
azul en su aparición de cuarto creciente. O cuando desmayada se hunde dorada en
el horizonte.
Sin embargo, la más impactante experiencia
entre mis exiguos conocimientos
astronómicos, fue la visión de Saturno en el telescopio gigante del
Observatorio Astronómico de Los Ángeles. A finales de 1988 estaba en su fase
más cercana la Tierra. Tuvimos que
esperar en una nutrida cola, y apenas nos dejaban observar un minuto.
La impresión fue aterradora. Enmarcado en el
ojo del telescopio, su curvatura rozaba el cuarto superior izquierdo. Un brazo
de los anillos del titán, era visible en el cuarto inferior. Una masa
inconmensurable de lo que parecía hielo pulverizado o algodón compacto de
fibras brillantes. Compuesto de helio e hidrógeno, según Pérez Mercader.
Sentí un gran pavor. La palabra pagana dios
cruzó por mi mente. Mis anteriores impresiones terrestres quedaron
disminuidas., incluido mi místico idilio con Venos. La vista panorámica de la Bahía
de Río de Janeiro desde el Pan de Azúcar, sobrevolar las cumbres de la Blanca
Nieves de los Andes, Quito, las cataratas de Iguazú entre Brasil y Argentina,
las pirámides centroamericanas, etc.