Era una mujer antigua, de pueblo, que a mediados de
los cincuenta del siglo pasado vestía faldón hasta los tobillos y delantal.
Analfabeta, muy rica, vivía en un antiguo caserón céntrico. La parte dedicada a
vivienda era muy precaria. En los arriates del gran patio que daba hasta el
corral, cuidaba jazmines y flores estacionales. Las vacas entraban por el
portalón trasero de la calle contigua cuando volvían de pastar en el campo. Se
alimentaba casi exclusivamente de la leche de sus vacas y nos obsequiaba con un
vaso de leche a todos los que la visitábamos.
Bonachona y compasiva, se hizo cargo de un pequeño
cuya joven madre había sido asesinada a tiros por un amante celoso a la puerta
de su casa de vecinos.
El niño creció a su falda, se hizo hombre, se casó,
tuvo dos hijas, y aunque no vivía en la misma ciudad nunca dejó de visitar a su
madrina. Ella le había prometido que la gran casona sería su herencia.
Eduvigies confiaba ciegamente en su administrador, un
abogado local cuya servidumbre tenía que llevar su agua embotellada si quería
beber, que le regalaba estampitas de María Auxiliadora y de Jesús de Pasión, ante
los que siempre tenía unas velas encendidas y flores. Llegó la hora de su
muerte, y
tuvo el consuelo de que su ahijado pasó con ella los
últimos días de su vida, hasta que expiró y pudo cerrarle los ojos.
Como el ahijado no lo era por la ley, ¡qué sabía ella!
se quedó sin lo que siempre había sido la voluntad de su madrina, con
conocimiento de todo el pueblo, que se escandalizó. La casa pasó a un solo
sobrino que al no compartir con sus
hermanos llegaron a pleitos familiares. Del dinero y demás fincas nunca más se
supo. Un cerro que le pertenecía está hoy urbanizado.
El ahijado no sobrevivió a su madrina por mucho tiempo.
Murió relativamente joven. Había nacido con una cardiopatía congénita. Si se
han encontrado en el más allá, ella estará clamando por qué no se cumplió su
última voluntad.