05 noviembre 2011

PROSCENIO

Me distraía con los rayos de luz de las bombillas eléctricas alargados a través de su cristal, escuchando atentamente mis propios sollozos, o siguiendo el revoloteo de alguna mosca, que luego se posaba en cualquier sitio al alcance de mis dedos que intentaban atraparla, consiguiendo sólo espantarla hacia otro lugar.

Cuando despertaba, en la habitación semioscura entraba un rayo luminoso del sol de media mañana. Oía el ruido característico de la aserraduria de maderas de nuestros vecinos y el restregar de las ropas que mamá lavaba canturreando. Andaba sosteniéndome al barandal  de la cuna con un pico húmedo entra las piernas. Lloriqueaba y mamá aparecía secándose las manos en un pico del delantal. Me cambiaba, me mecía, con un trapo echaba las moscas, que iban saliendo por la rendija de la puerta, y salía creyéndome dormida. Volvía a dormirme escuchando el aserrar de la madera y el cantar de mamá: Manojito de claveles, capullito florecido…

Me sentaban en una mecedorita de pies curvados que con mi leve impulso hacia mecer. De brazo a brazo un semicírculo me cerraba por delante. Los pies desnudos, las piernecitas al aire, sin consistencia todavía. Jugaba con un trozo de pan mojado por el chupeteo y las babas. Mis prematuras impresiones eran tan clarividentes que empezaba a sentir por ello cierta superioridad, como si los demás no viesen tanto como yo. Me reían las frases de niña vivaz que yo achacaba a viveza de ratón.

Mamá vestía a la nueva hermanita, gorda y rosada. Anudaba a su cuello el lazo del gorrito de seda bordada, que luego me serviría para jugar. Con gran sigilo la llevamos a una casa que servía de iglesia, quemada poco antes. Un salón alto y oscuro que las chisporroteantes llamas de algunas velas no alcanzaban a alumbrar. Sentada en el extremo de uno de aquellos bancos de madera, duros y altos, me colgaban las piernas. Me asustaban el silencio y la oscuridad. Luego aparecieron unos hombres vestidos de negro hasta el suelo, con grandes blusones de encajes blancos.
Estuve alborozada con la fiesta después, exenta de desilusiones que equilibraran mi arrolladora alegría. A los muchachos  jóvenes  sentados a caballo, los respaldos hacia delante, en las sillas del zaguán se les repartían vinos y dulces. Reían y bromeaban, y yo, coquetuela de cuatro años iba de brazo en brazo ebria de felicidad.

Mamá trabajaba en la panadería cercana. Salía al anochecer dejándonos dormidos. A mi hermano lo acostaban a los pies, la hermanita y yo en la cabecera de la misma cama, a la que para que no nos cayésemos le habían añadido unas barandillas con pestillos. La pequeñita padecía  trastornos intestinales. Yo lloraba cuando me sentía desagradablemente sucia y maloliente. Un día, después de ponerme a salvo en todas las posturas que permitía la concurrida cama, acurrucada en la almohada huyendo de la masa cálida y blanda que me horrorizaba, chillaba desesperadamente. Mi hermano y la nena, asustados lloraban también. Los vecinos, alarmados, se agrupaban tras la puerta cerrada, haciéndome preguntas a las que yo contestaba con enfado, mal explicando lo que nos ocurría. Cuando llegó mamá la miré con reproche. Ya no me parecía una redención que me sacasen de la cama. Tanto había sufrido por ello, que me pareció una recompensa mezquina.

Uno de aquellos anocheceres solitarios  me entretuve en pensar. A la vez que lo veía representado gráficamente en mi mente, formulé lo que quizás fuera mi primera sentencia filosófica: “La vida es como una puerta que se va abriendo, abriendo.” Por aquella abertura me asomaba a la vida con una mirada bisoña de niña. Un lugar lleno de cosas que no sabia denominar, pero que un día estaría totalmente abierta y me permitiría ver con mayor facilidad. Sonreí con mi propia madurez. Salí de aquel pensamiento bruscamente, como echada, dejando para más tarde el estudio de la clave que reprensaba. Siempre he sentido pereza por meterme en estos oscuros y estrechos pasillos sicológicos, y el pensamiento siguió por mucho tiempo en toda su inexplorada virginidad.