30 julio 2015

DESDE EL MÁS ALLÁ


Nos habíamos reunido en mi piso de Santa Mónica del Mar, como yo le llamaba, para preparar las próximas actividades de nuestra recién creada SIADE (Sociedad Iberoamericana de Escritores) la fundadora y presidenta Alicia Guiragossian, abogada y poeta, argentina de origen armenio, aspirante al premio Nobel,  a quien yo había invitado a un recital individual en Casa de España, donde germinó la idea de la fundación de Siade.  La vicepresidenta Florinda Mintz, también argentina, de origen italiano, periodista, que poco después se casaría con el poeta BartYoder, cuyo apellido añadiría al suyo. Los padrinos de su boda seriamos yo y el intelectual y diplomático David Valjallo que publicaba la revista Letras Chilenas, que pronto se marcharía a vivir en Madrid, donde nunca pude localizarlo. Después supe que había vuelto a su patria donde murió en 1995. Florinda cubrió periodísticamente la visita de Juan Pablo II a Los Ángeles, en la que le acompañé.  En su casa conocí al poeta beatnik Alen Ginsberg que se había desplazado desde Nueva York, y de haber conocido su obra y su vida, quizás me hubiera merecido mejor impresión. Yo creé la colección poética SIADE, que Florinda publicaba en su editorial Puertas Press.

Aída Ferrarone, peruana, periodista del recién creado Noticias del Mundo, en español, del multimillonario asiático Reverendo Moon, que venia a sumarse a La Opinión, el diario mexicano que con todo éxito funcionaba en Los Ángeles desde 1925. Con Aída había yo asistido a la suntuosa fiesta de inauguración celebrada en un lujoso hotel del centro. Los salones del nuevo periódico estaban a disposición de todas las entidades intelectuales, y tanto Aída como el cubano Dr. Octavio Costa, que ostentaba el Collar Isabel la Católica, comentaban nuestras actividades a todo lujo en las crónicas culturales de ambos periódicos. Invitada por la puertorriqueña Margarita Rosales, presidenta de la Asociación de la Prensa Hispana, yo fui una de las primeras conferenciantes con el tema Panorama Intelectual Hispano en California.

Escritora y poeta, Rosario Caparó había nacido en Arequipa, como Mario Vargas Llosa, a quien preparó la campaña de candidatura a la presidencia de su país. Vargas Llosa nos dio una conferencia en USC, Universidad del Sur de California. No me pude acercar a él acosado por una multitud de admiradoras, no precisamente de su literatura. Rosario llevaba la sección Mujeres de hoy en una revista, cuya portada en 1980 ocupó mi foto en referencia a su artículo sobre mí. En 1989 nos dio un recital en Alcalá por el programa de intercambio cultural del 92, siendo alcalde don Mauel, y yo encargada de protocolo. Se le preparó un precioso escenario con flores rojas y blancas, colores de la bandera de Perú. Francisco López Pérez le hizo una entrevista, publicada a toda página en el Alcalá Semanal.

Pepa Mills, valenciana, había ganado un primer premio de pintura en un certamen de la Casa de España, a la que todas estábamos conectadas. Como profesora de español, editó un libro de teórica, ilustrado por ella misma. Estaba casada con el fundador y director de la Filarmónica de Westwood, a quien había conocido cuando él hacía investigación musical en España. La hija de ambos, Mari Pepa, consiguió acompañarme a la recepción que dieron los Reyes de España en un hotel de Westwood. Un montón de quinceañeros, cuyos padres formaban parte del séquito real, se apiñaron en mi coche tras la recepción para que les llevara al centro de Los Ángeles. No sé cómo escapamos de la policía en aquella aventura en la que la única adulta era yo. Pasada la media noche los dejé en el mismo hotel, donde estaban alojados. 

Durante muchos años fui asidua asistente a los conciertos que la orquesta de Sevilla daba en el Lope de Vega y en el teatro San Fernando. Pero nunca había estado envuelta en la propia orquesta como en esta oportunidad. Patrocinada por las pudientes habitantes de la privilegiada zona, en cuyas opulentas mansiones teníamos frecuentes recepciones y fastuosas fiestas. Sus hijos y nietos eran componentes de Jóvenes Músicos en formación. Algunas de las fincas tenían hasta caballerizas. Damas maduras y ancianas, sonrientes como Reina Madre, vestían vaporosas gasas de colores claros o abigarrados estampados, tocadas con extravagantes pamelas y sombreros, como en un derby de Ascot. A Pepa le resultaban patéticas, pero a mi me encantaba aquella naivité de alta sociedad, liviana, rica y feliz. Las españolas nos destacábamos con nuestros sobrios trajes de gala negros hasta los pies. Reminiscencia de corte de Mariana de Austria, que a mí me hacia decir: Ya estamos juntos los cuervos españoles.

Yo me encargaba de Relaciones públicas en la Sociedad de Escritores. En la siguiente convocatoria me eligieron presidenta por unanimidad. Lo que no pude aceptar por mis muchas ocupaciones en la Casa de España y mis viajes por todo el continente americano. Propuse al cónsul de Bolivia que había sido embajador en España, y como secretaria a su esposa, doctora en odontología y poeta colombiana Lucy Cabieles, que habían colaborado conmigo en Casa de España en los homenajes a sus respectivos países con insuperable eficacia. Años después Lucy nos daría un recital en la recién estrenada Casa de la Cultura en Alcalá, acogido por la Casa de Extremadura, en la que fui vocal de cultura durante varios años.

El Dr. Irahola, que era abogado, registró oficialmente la Asociación de Escritores y nombró miembros de honor a todo el Cuerpo Consular. La nueva proyección no gustó a su fundadora, que a pesar de mi consejo, en lugar de una moción de censura lo llevó a los tribunales, y naturalmente perdió. Un SOS me hizo aceptar la vicepresidencia. Celebramos el Día de la Hispanidad con una cena en el Beverly Willshire Hotel, con la asistencia de la Secretaria de Estado y de todo el cuerpo consular. El presidente, belga, en perfecto español evocó a su compatriota Carlos V, doble emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y del Imperio español, del que su país había formado parte. Yo nunca hubiera podido darle a nuestra Sociedad de Escritores aquella proyección gubernamental, diplomática y social.        

Aquella tarde les había preparado una lasaña de medio metro cuadrado por seis capas de relleno con carne picada, verduras, jugo de tomates, bechamel y queso fundido, acompañada de vinos, tarta, champán, café, licores, pastas y bombones. Quisieron jugar una ouija, para lo que improvisaron un cartón en el que Pepa dibujó un círculo con las letras del alfabeto. Desde que llegué a América me había llamado la atención lo muy aficionadas que eran las hispanoamericanas al esoterismo y a la política. Teníamos miembros que pertenecían a la masonería y a la cienciología. Quizás era eso lo que les había hecho medrar económica y socialmente. Alicia y Rosario habían llegado a California al mismo tiempo que yo, y se habían enriquecido en el negocio inmobiliario. Rosario me invitaba con frecuencia a su mansión de Palm Spring.

Yo pensaba que el vasito de cristal se deslizaba entre letra y letra al leve impulso de nuestros dedos, y que los aciertos se debían a una lectura mental de las participantes por parte de la médium, que era Alicia. El primer espíritu que apareció se declaró a sí mismo maligno. Había muerto en la masacre turca del pueblo armenio. Alicia le pidió que se marchase porque yo, sin experiencia, tenía miedo. El espíritu obedeció sin rechistar. Cada una de ellas habló con sus muertos. Florinda charló largamente con su padre, Florindo, que había fallecido en un accidente de tráfico en Buenos Aires. Yo me había ido a recoger la cocina porque el día siguiente tenía que trabajar.

 Requirieron mi presencia. F llama a Maria. Yo no creía que el padre de Florinda, por ser periodista y poeta, tuviese interés en hablar conmigo. Insistió. No era su padre. Como yo no tuviese ni idea de quien se pudiera tratar, Alicia le pidió que nos diese una señal. Puñetas, respondió. Puñetas se llamaban antiguamente los puños dobles de las camisas de hombres sujetas con pasadores. Eso no me decía nada. Pidió otra prueba. Señaló una foto mía ampliada que enmarcada lucía en la mesita de lámpara del rincón. Esa foto me había sido tomada bailando en una reunión de empresa en un hotel de Sunset Boulevard hacia unos años. Tampoco me aclaraba nada. El espíritu se marchó y ellas comenzaron también a irse, ya pasada la media noche.

El televisor se encendió automáticamente, pensé que debido a los llaveros en los bolsos. Pero yo no me iba a quedar sola en mi piso impregnado de extrañas energías. Retuve a Florinda y a Aida, y les di unas mantas. Florinda dormiría en el sofá y Aída en una peluda alfombra de alpaca peruana. A la mañana siguiente Aída se marchó muy temprano pues tenia que trabajar en Noticias del Mundo. Florinda y yo desayunamos en casa. Ella cogió su coche para marcharse al condado de Santa Ana, donde vivía, y yo a mi trabajo.









13 julio 2014

LA TÍA LOCA


Era la más joven de los hermanos entre varones y hembras de una dinastía
de aristocracia rural de terratenientes e industriales . El primogénito, el tío
Antonio, muy bien parecido como todos los demás, a quien sólo había
visto en fotografías, era ingeniero civil, creo que ya no vivía por entonces.
Republicano y mecenas de las artes, había estado en la cárcel durante
la guerra. La farmacia del hermano Francisco permanecía cerrada por la
misma causa política. Las hembras, de gran porte, todas casadas, tenían  hijos
mayores que habían hecho carreras universitarias y ocupaban puestos importantes.
Ellas sólo habían aprendido a bordar y a dirigir una casa con la distinción de su clase.

La tía Isabel era la única soltera. Vivía con una de las hermanas, en un palacete.
Una casona grandísima de dos altísimas plantas abarcaba dos calles  y
todo el bloque hasta la esquina. La planta superior tenía balcones y la inferior
ventanales enrejados. La vivienda cogía casi toda la planta alta, a la que
se llegaba desde la calle por varios sombríos zaguanes con cancelones y amplias
escalinatas. En el primer zaguán abierto durante el día, se refugiaban mendigos
y borrachines, que por las noches eran echados por el capataz, antes de cerrar
el portón.

Por la parte trasera el caserón daba a una calle de segundo orden. Un gran corralón con estancias para  graneros, gallineros, conejeras, palomeras pocilgas y establos. Al atardecer se abrían los portalones para dejar entrar a los hombres que volvían de los olivares con las bestias, que  olían a heno recién cortado y campanillas silvestres, como el Platero de Juan Ramón.

El que yo tuviera acceso a la mansión señorial se debía a ciertas circunstancias
familiares que yo, como niña juiciosa conocía. La única hermana de mamá
estaba casada con el miembro más joven de esta familia, ya viudo de un desastroso
matrimonio de clase, y empobrecido después de haber dilapidado su fortuna
como cualquier tradicional calavera de aquellos arrastrados tiempos de
post imperio  español.

Era un buen hombre que me había acogido a mí en su casa, como a la muerte 
de mamá recogió a la recién nacida, que fue para él su verdadera hija.
No había tenido hijos con su mujer, una enferma que había terminado en
morfinómana, determinando el desastre de su matrimonio, ni con mi tía,
que siempre se había culpado de estéril, ignorando que el estéril era él,
que había contraído una orquitis mientras despilfarraba su fortuna en la capital.
Él no quería volver a hablar de matrimonio en toda su vida, pero las catequistas
lo consiguieron en tiempos de misiones, cuando se había vuelto a imponer la
exigencia de los certificados de bautismo primera comunión confirmación
matrimonio y extremaunción si había lugar, para poder entrar en escuelas, fábricas
y etcéteras.

Por estas circunstancias de lejano parentesco político, yo tenía el privilegio de acceso a aquel castillo cerrado al mundo exterior como un convento de clausura, a otras personas que no fuesen del escaso servicio y al capataz que a final de semana pagaba a los hombres escuálidos y requemados por el sol.

Yo era la mandadera de los encargos especiales que su cuñada hacía a mi tía.
Durante las vacaciones me pasaba allí todo el día jugando en las habitaciones
donde coleccionaban los granos resbaladizos, en cuyas movedizas arenas pude
haberme hundido. Me deleitaba esta casa señorial de muebles de estilo isabelino,
hasta que aprendí a depurar mis gustos.

Por los enormes ventanales que daban a todos los puntos cardinales, entraba el
sol que inundaba hasta el recoleto patio de columnas, como un harem árabe,
con sus macetones de palmeras enanas, sus fucsias colgantes entre los arcos,
y el verdor del cercano parque natural, en cuyo epicentro estaba enclavada
la ciudad en un paraje privilegiado por la naturaleza..

Tuve la fortuna de asistir  a la boda de la única hija. La ceremonia se llevó a cabo
en una de las habitaciones donde habían instalado la capilla, por cuya
concesión habían pagado una fortuna. Despreciando exquisitas viandas,
me atiborré de pastelillos, por los que  si no los tenía  durante algún tiemopo podía llorar. Más tarde, cuando nació el único hijo varón, yo tenía que cuidarlo más que jugar con él. A mí me miraban allí con el menosprecio y la compasión de a una niña pobre.

En una de las habitaciones, siempre cerrada, comunicada  al exterior por un
pequeño cuadrilátero de rejillas, al que yo llegaba de puntillas estirando
los pies, cuando la tía pedía algo abriendo la pequeña portezuela. De vez en cuando acompañando a alguna de las sirvientas, pude traspasar la puerta de donde estaba confinada la  misteriosa tía Isabel. Una mujer madura de pelo canoso y descuidado, vestida con un batón negro o gris hasta los pies. Había tenido que ser una mujer hermosa y señorial, como toda la familia.

En aquellos tiempos de Casa de Bernarda Alba, era una odisea atrapar
un marido, cuando la cuota de virilidad era de nueve mujeres
para un solo hombre, no sé si descontados los homosexuales y los
votos de castidad, en un país que no admite la poliandria y permite sólo
una esposa legal.

La tía Isabel me miraba con ojos amables y una sonrisa. Seguramente le hubiese
gustado charlar conmigo, pero nunca nos dejaban, y cuando la oía, su voz sonaba
extraña por el desuso, como la de un obligado trapense. Tal vez veía en mí a la
hija que nunca tuvo. Pero pronto la abandonábamos cerrando la puerta con llave tras nosotras. Aquella habitación estaba impregnada de olores fisiológicos, feces y orina, y tal vez otros todavía no detectables para mí.

La tía Isabel era el gran secreto de la familia. Su nombre no se había
vuelto a mencionar públicamente desde que había sido enterrada en vida.
En su juventud fue novia de uno de los compañeros de curso de su hermano
farmacéutico, que al terminar la carrera se había casado con otra. Este incidente
era la causa de su demencia.

Yo estaba vagamente contenta de no tener conexión de sangre con ella.
Me sentía así libre del maleficio genético que había llevado a  tía
Isabel a la locura por un farmacéutico de pueblo. Me juré a misma
que a mí no me ocurriría eso jamás.

La tía Isabel murió bastantes años después, de un cáncer de útero,
todavía confinada en su habitación.

01 enero 2014

EDUVIGIES LA DE LAS VACAS

Era una mujer antigua, de pueblo, que a mediados de los cincuenta del siglo pasado vestía faldón hasta los tobillos y delantal. Analfabeta, muy rica, vivía en un antiguo caserón céntrico. La parte dedicada a vivienda era muy precaria. En los arriates del gran patio que daba hasta el corral, cuidaba jazmines y flores estacionales. Las vacas entraban por el portalón trasero de la calle contigua cuando volvían de pastar en el campo. Se alimentaba casi exclusivamente de la leche de sus vacas y nos obsequiaba con un vaso de leche a todos los que la visitábamos.

Bonachona y compasiva, se hizo cargo de un pequeño cuya joven madre había sido asesinada a tiros por un amante celoso a la puerta de su casa de vecinos.
El niño creció a su falda, se hizo hombre, se casó, tuvo dos hijas, y aunque no vivía en la misma ciudad nunca dejó de visitar a su madrina. Ella le había prometido que la gran casona sería su herencia.

Eduvigies confiaba ciegamente en su administrador, un abogado local cuya servidumbre tenía que llevar su agua embotellada si quería beber, que le regalaba estampitas de María Auxiliadora y de Jesús de Pasión, ante los que siempre tenía unas velas encendidas y flores. Llegó la hora de su muerte, y
tuvo el consuelo de que su ahijado pasó con ella los últimos días de su vida, hasta que expiró y pudo cerrarle los ojos.

Como el ahijado no lo era por la ley, ¡qué sabía ella! se quedó sin lo que siempre había sido la voluntad de su madrina, con conocimiento de todo el pueblo, que se escandalizó. La casa pasó a un solo sobrino  que al no compartir con sus hermanos llegaron a pleitos familiares. Del dinero y demás fincas nunca más se supo. Un cerro que le pertenecía está hoy urbanizado.


El ahijado no sobrevivió a su madrina por mucho tiempo. Murió relativamente joven. Había nacido con una cardiopatía congénita. Si se han encontrado en el más allá, ella estará clamando por qué no se cumplió su última voluntad.

25 diciembre 2013

LA HEMOPTISIS

Amanecía fresquita aquella mañana de 18 de agosto en el gran dormitorio de las mayores. Me levanté para cerrar las celosías. Al volver a la cama me acometió una tos de garganta, seca y persistente. Noté sabor a sangre. Saqué el pañuelo de debajo de la almohada y escupí en él. Era sangre. Sentí un gran calor en las mejillas. Aquello no podía ser lo que yo estaba pensando. Las ensoñaciones no se hacen realidad tan fácilmente. Me habría lastimado la garganta al toser. Seguía tosiendo y recogiendo  en mi pañuelo esputos gruesos y rojos. Mis ojos iban desorbitándose y me temblaban las manos. Una extraña inquietud me afloraba a la piel, como cuando se tiene fiebre.

Salté de la cama despavorida y corrí al dormitorio de las pequeñas donde dormía Isa, una de mis amigas más fieles. Se despertó bruscamente zarandeada por mí. Se echó el vestido y me siguió al Mirador, gran salón que cogía toda un ala, con grandes ventanales de arcos encristalados desde el suelo hasta el techo. Extendí mi pañuelo ensangrentado. – Mira, mira lo que han hecho conmigo. Esto es lo que han conseguido. -  Gritaba, me retorcía las manos apretando con furia el pañuelo ensangrentado, examinándolo incrédula. Estaba representando mi teatro. Había vivido mil veces la misma escena en mi mente. Los mismos pasos, las mismas reacciones, las mismas palabras expresadas a la misma persona. Era prodigioso.

Clareaba la mañana de verano y nos encaminamos cada una a su dormitorio. En el pasillo nos esperaba nuestra amiga Mar con la cara lívida. Escondí precipitadamente el pañuelo, aunque no conseguí engañarla. - ¿Qué te ha ocurrido? – Nada, que he vomitado un poco. – Me empujó al dormitorio mientras ella cruzaba un breve diálogo con Isa. En pocos minutos aparecería la Hermana para hacernos levantar. Nos acostamos hasta que sonó la campanilla. Mar y yo saltamos de la cama y corrimos a los lavabos donde se nos reunió Isa. Charlamos acaloradamente planeando la actitud que debíamos adoptar. Mar me quitó el pañuelo para lavarlo bajo el grifo, a pesar de mis protestas de que se contagiaría, y me dio otros limpios. Ya no tenía sangre pero seguía escupiendo en ellos por temor de aquella sangre enferma.

En el Oratorio se me acercó la hermana de Mar por detrás, y me dijo al oído que si no paraba de escupir en el pañuelo y examinarlo después se darían cuenta todas las demás. ¿Cómo sabía ella? Después de la misa en la capilla de la Comunidad y el desayuno, las encontré a las tres en el Oratorio, rezando a los pies de la Inmaculada de Murillo que lo presidía. Las amenacé que si alguien más se enteraba las mataría. Y ellas me creyeron. A la hora de la siesta me eché sobre la cama con sumo cuidado. No había llegado a la almohada cuando apenas tuve tiempo de recoger un violento vómito de sangre espumosa, roja y tibia, sin tos y sin esfuerzo, cual si hubiera estado coleccionada en mi laringe tras una leve válvula. Fingiendo náuseas corrí por los pasillos hasta llegar a los lavabos con el pañuelo sobre los labios. Mar e Isa, adivinándolo me siguieron, Desorbitaron los ojos al ver tanta sangre. Mar me arrebató el pañuelo escondiéndolo ante las miradas de otra que observaba nuestras manipulaciones, lavándolo bajo el grifo. Mar vomitaba por la impresión y no por asco, decía. Yo le aseguraba que se contagiaría y moriría  tísica como yo. Volví a la siesta con un paquete de caramelos que ella me dio, moviéndome con mil precauciones, porque estaba segura de que era el movimiento lo que producía aquella sangre con tanta facilidad.

Al día siguiente, sábado, teníamos que hacer la limpieza grande en los oficios. Por entonces yo estaba encargada del gran patio, sala de labores en verano, más fresco bajo la gran vela que nos resguardaba del sol. Bordábamos en largos bastidores mientras alguna leía en alto vidas de santos y literatura religiosa.  Tenía que cargar cubos de agua y fregar suelos. Lo hacía todo con sumo cuidado y una apatía impropia en mí. Todos mis movimientos se hicieron muy reposados. Mar reía mi inmovilidad estatuaria.

Los domingos íbamos al parque. Vestíamos los uniformes de fiesta azul marino con cuellos blancos duros almidonados,  mangas largas, y medias negras de algodón en pleno agosto sevillano. Yo temía que aquel paseo pudiera resultarme fatal. Dije a la monja que no me encontraba bien echándole la culpa al estómago.  Me dispensó del paseo y me dijo que me daría un purgante  de Agua de Carabaña. Me estremecí. Pero como para una monja una niña tiene el alma de cristal, no me lo administró. Del internado habían salido algunas chicas que habían muerto en sanatorios antituberculosos, y otras que se habían curado. Ya se usaba la estreptomicina y la aureomicina. Inusualmente pedí a la monja que me permitiese ir a la cripta de la Madre Fundadora muerta en olor de santidad, que pronto iba a ser declarada Beata y Juan Pablo II santificó. Mi plan para escapar de aquel colegio estaba saliendo como lo había planeado. Yo confiaba más en mi propia fe que en su santidad.

Estaba segura de que me estaba curando. Mis amigas me guardaban postres y dulces. Había dejado de sangrar. El único síntoma de mi enfermedad era un poco de fiebre por las tardes, mojando de sudoración las axilas hasta los costados de mis uniformes de percal de diario. Cuando estudié Enfermería en la Facultad de Medicina, supe que las hemoptisis espontáneas eran señal del principio de un proceso de curación. Pero salir para internarme en un sanatorio antituberculoso, que me estigmatizaría para siempre, ni hablar, cuando  ya tenía cita para un examen oposición para un trabajo. Aunque me costase la vida.

Dos monjas me acompañaron al Instituto Nacional de Previsión. Iba vestida ridículamente monjil. Pero me sentía fuerte para desafiar incluso a aquel mundo desconocido. Las muchachas que opositaban conmigo se mostraban nerviosas e infantiles. Yo estaba segura de que alguna de aquellas plazas, sin contar con el aval que las monjas representaban, sería para mí. El Inspector nos dijo que en unos días recibiríamos el resultado y la convocatoria para el examen médico. Como a una chiquilla me condujo de la mano hasta donde me esperaban las monjas. Me extrañaba que no se avergonzase de mi aspecto. Días más tarde me llegó el nombramiento y un oficio de citación para unas prácticas preparatorias  en un Ambulatorio, antes de hacerme cargo de mi plaza.  El tono convencional de Señorita y Ud. me produjo un exaltado gozo. Era mi pasaporte para seguir viviendo. Hasta años después no me apercibí de que habían olvidado citarme para examen médico, análisis de sangre y Rayos X de pulmón. Y en eso sí que había intervenido la Santa Fundadora.

La última vez que hundí mi cabeza en aquellas almohadas palpitantes, que tantas veces habían enjugado mis lágrimas, hice un compendio filosófico de los siete años que había pasado en aquel internado, que aun hoy cuentan como una eternidad, comparados con los muchos restantes que he vivido, tan fugaces. Tuve un sueño sosegado, sublime, y al despertar por última vez al sonido de aquella campanilla, me pregunté a mí misma quién era aquel ser etéreo que nacía aquella en mí. Me despedí de mis emocionadas compañeras y traspasé el umbral del colegio. Una marcha triunfal resonaba en mis oídos dando ritmo a mis pasos. Dos monjas me acompañaron al autobús aconsejándome   para que salvase mi alma torturada con ideas de salvación, tristemente saturada de ciegos tullidos y leprosos por los amarillos y polvorientos caminos de Betania y Cafarnaúm. Sí, yo sabía que tenía que salvarme, pero a aquellas horas sabía exactamente de qué. El autobús rasgaba el espacio luminoso de aquella mañana 15 de Septiembre, escasamente a un mes de mis hemoptisis, en un viaje sideral rumbo  a mi nueva vida.

Mi gran secreto era conocido sólo por mis tres amigas. Años después me conciencié de que las monjas también lo sabían. Mi familia no. Lo confié a mi tía, que se estremeció. Yo tenía mi propia habitación y mis platos vasos y cubiertos se fregaban aparte. Mis ropas eran hervidas en el fogón. Mi tía me sobrealimentaba y entre comidas me daba vasos de leche con huevos batidos. En poco tiempo engordé hasta los 54 kilos, que luego siempre me he preocupado no sobrepasar.

Mis compañeros de trabajo, médicos y sanitarios no se apercibieron de nada. Yo me tomaba el calcio y las vitaminas que los representantes de medicinas nos regalaban como muestras. Pasado un año me consideré completamente curada, incluso creí que todo aquello no había sido más que una alucinación. Dije a mi tía que debíamos ir a un especialista particular para comprobar todo aquello.  El famoso especialista de la capital me dijo que tenía una estrechez mitral,  por lo que tendría que seguir tratamiento. No le creí. Yo ya tenía la respuesta que quería oír.                                                                                                                                 

Un par de años más tarde, mi amiga la Jefe del Ambulatorio y yo íbamos a ir a veranear en un Campamento de Verano de la Sección Femenina, en Sanlúcar de Barrameda. Necesitábamos examen médico, análisis de sangre y rayos X de pulmón. Un compañero médico nos los hizo en su consulta particular. Al final nos dijo que ambas teníamos unos tórax muy similares. Mi compañera había pasado por el mismo proceso que yo, pero se había curado ortodoxamente en un sanatorio. Así es que mi tuberculosis no había sido una alucinación. La indeleble cicatriz estaba marcada en el lóbulo superior de mi pulmón izquierdo.

Años después de haber vivido en Suiza Italia y Francia, nos dedicamos a  preparar nuestra solicitud para emigrar a los Estados Unidos. Para mi marido, reclamado por su hermana ya nacionalizada, fue muy fácil. Yo entraba en la cuota de española residente en Francia, camino también muy expedito por lo infrecuente. Él fue citado para examen médico por la Embajada en Paris, y volvió con su visa en mano, incluso la Tarjeta Verde de residencia permanente. Una semana después estaba citada yo. Ya presentados todos los documentos requeridos, certificado de nacimiento, informes policiales de buena conducta en todos los países donde había vivido, todo traducido y notariado del español, alemán italiano y  francés, al inglés. Sólo quedaba el examen físico.

Volé a París. Ante la pantalla de Rayos X de la Embajada el médico americano examinador me preguntó si alguna vez me había curado de alguna enfermedad grave. – No, – respondí haciendo gala de mi verdad.
- Sin embargo en el lóbulo superior de su pulmón izquierdo hay una mancha que no sabemos lo que es. No podemos darle la visa. Hay que hacer exámenes complementarios. Un cultivo del bacilo de Koch y unas tomografías.

Totalmente descorazonada volví a volar hacia Marsella  donde mi marido, que conocía la historia me esperaba impaciente suponiendo lo peor.  Ya habíamos cancelado el contrato en el piso de Le Corbusier y yo había notificado al Director de la Oficina Nacional Española de Turismo, que agobiado por la inminencia hizo enviar una sustituta desde España. Decidimos que mi marido se marchase a San Francisco donde se alojaría con su hermana para ir preparando el camino para mi llegada. Yo me hice los exámenes complementarios exigidos, que tardarían meses que no podía mantenerme allí. Me deshice de lo poco que me quedaba y volé a Madrid. Era el precio que tenía que pagar por ocultación de la verdad. Pero de hecho yo no me había medicado de nada ni había sido nunca diagnosticada de una tuberculosis juvenil ratificada con hemoptisis. No tenía un historial clínico que presentar, por lo que el resultado hubiese sido el mismo. Mi enfermedad me la había  provocado yo mentalmente. Fue el único medio que encontré para liberarme de aquellas monjas hitlerianas.

Mi marido abordó su ansiado avión que lo llevaría a su sueño americano. Yo tuve que liquidar lo que todavía nos quedaba mientras me sometía a los exámenes complementarios, que iban a tardar, por lo que volé a Madrid, donde por entonces vivía mi hermana. Me instalé en una residencia de señoritas frente al Palacio de Oriente. En la sección de trabajos del ABC encontré una oferta de empleo como traductora de alemán técnico en la Unión Española de Explosivos de Río Tinto y Minas. Se trataba de una sola plaza y opositábamos tres. Una húngara residente en España, una hija o sobrina del compositor Frühbeck de Burgos y yo. Escéptica debido a los conocidos “enchufes” españoles, me sorprendió mucho haber sido la elegida.

Entretanto, los carísimos y molestos exámenes médicos efectuados en Francia se habían perdido. Tuve que repetirlos en Madrid con un médico que se comprometió a emitir los concernientes certificados, traducciones y notariados. Al fin, con toda la nueva documentación reunida, previa cita volé a París. La nueva Cónsul era muy amable. Me confirmó que todo estaba en regla, que en pocos días recibiría toda la documentación, certificada, incluida la Tarjeta Verde de residente permanente, en mi domicilio en Madrid. En cuanto tuve todo dispuesto volé a Londres, donde permanecí un par de días mientras preparaba mi viaje al Nuevo Mundo, sobrevolando el Polo Norte en  un jumbo jet de las líneas aéreas KLM, hasta el aeropuerto de Los Ángeles, donde llegué a media noche y me esperaba mi marido. Con esto se cerró la larguísima Odisea de la insólita curación espontánea de mi tuberculosis juvenil.


01 julio 2013

MI BAJADA A LOS INFIERNOS



Hay vocablos que al caer en desuso denotan un nuevo status social, como las lendreras y los sabañones, que a mí también me mordieron como una manada de canes furiosos, ya desde el primer invierno que pasé en aquel sombrío y profundo cubo, palacio donado por los Duques de Alba para casa matriz de las beneméritas Hermanas de la Cruz.

Desde noviembre hasta mayo los dedos de mis pies se pintaban de diminutos puntitos rojos que iban hinchándose con el transcurso de los meses de frío. Por las mañanas tenía los pies insensibles y helados, pero en el recreo de medio día, mi sangre joven recalentada corría por mis venas como un potro desatado, causándome una auténtica locura de picores que trataba de soportar pacientemente, hasta que llegaba al paroxismo y ya no podía contenerme, rascando mis pies contra el duro esparto de la estera de la sala de labores, y corría al oratorio a pedirle a Dios que remediase aquel mal infernal.  Nunca mis fervientes súplicas consiguieron aliviar mis ardientes picores.

Aquel tormento no cesaba ni durante las escasas horas de sueño. Recalentados mis pies bajo las mantas, los rascones convulsionaban mi cama  de hierro. Era bueno sufrir, leía en los estoicos, pero yo quería morir. Cada vez lo procuraba más mi pobre paciencia. Inventaba remedios que me hubieran sido prohibidos. Me escapaba de mis compañeras y subía a la azotea. Sacaba agua escarchada de una tina y metía los pies hasta que se calmaba aquel ardor de mil insectos embravecidos. Otras veces cogía agua hirviendo de un caldero, y todos mis nervios de resentían del achicharramiento.

La delicada piel iba cediendo y mis dedos agujereados mostraban una carne purulenta y machucha. El pus se pegaba a la media de algodón y a la babucha de paño, que a la noche tenía que arrancar de un tirón. Una noche me faltó el valor. Mis compañeras, compadecidas, rodeaban mi cama. Yo gritaba horrorizada viendo acercarse una mano atrevidamente caritativa. Como no había forma de arrancar la media sin traerse adherido un trozo  de carne enferma, propuse ablandarla con agua. Una  de ellas me subió a cabrito, las otras nos seguían por el corredor hacia los lavabos, en una fantasmal cabalgata. Yo lloraba arrastrando la media como una sierpe india mordiendo mi pie.

Al día siguiente, la compañera encargada de la Enfermería, derramó sobre la llaga un chorreón de yodo puro. Durante unas horas no fui consciente más que de ser toda un ascua incandescente. Aquello fue mi bajada física a los infiernos. Días después estaba totalmente curada, quedando sólo un leve pellejito chamuscado.

Ojalá que todas las pandemias que cíclicamente sufre la Humanidad, gracias a los adelantos imparables de la Ciencia, lleguen a desaparecer, como mis sabañones.   

08 junio 2012

LA LECTORA



Al volver del paseo al parque con papá los domingos, nos sentábamos a merendar refrescos y pastelillos en la confitería La Gloria, frente al Casino. Allí, sentada en sus rodillas, le leía el periódico al industrial Matías Casado. Como él no tenía hijos, siempre quiso prohijarme, lo que papá no consintió. Al morir él mis tías no accedieron tampoco, respetando su voluntad, y me enviaron a un internado benéfico. Ser millonaria  me hubiera desviado de mi camino, del que no reniego en absoluto. Sólo una vez ante los escaparates del Tiffany en New York, me acometió un fuerte deseo de haber podido adquirir una joya allí, a manera de experiencia vital.
Lo mismo ocurriría con mi hermana pequeña, que se había criado frente a casa, en la farmacia de D. Manuel, al cuidado de su esposa  doña Isabel, que tampoco tenían hijos. Cuando ellos hablaron de adoptarla, mi tía, que había recogido su primer vagido mientras mamá agonizaba, puso el grito en el cielo, y las cosas vinieron a mal.
Papá murió el día de la Inmaculada. Ya todo concertado de antemano, una semana después, doña Isabel me llevó al convento del  que eran bienhechores, dónde don Manuel  tenía cinco hermanas  monjas. Allí me entregó a la superiora del internado, hermana Amalia, primera persona santa de las pocas que he conocido en mi vida.
Ya en vacaciones de navidad, las niñas se ocupaban de preparar las fiestas. Ayudé a montar el belén que ocupaba toda el ala derecha de la sala de clase. En el extremo opuesto se elevaba el escenario donde representábamos teatros y bailes, en los que participé vestida de pastorcillo con una zamarra aborregada y un cayado, en un  baile de hadas, con capirucho puntiagudo y tules, al son de El Danubio Azul. Al año siguiente, ya estudiante de solfeo pude interpretar al piano un fácil villancico.
Los campanilleros y los tunos de la cercana antigua Universidad daban serenatas alrededor del convento. Me deslumbró la solemne misa del gallo, con tres oficiantes en brillantes dalmáticas, cantada por el coro de novicias, que culminaba con el besa pies al Niño Jesús, al compás de Las cuatro estaciones que Vivaldi había compuesto cuando era preceptor en el Ospedale de la  Pietá de huérfanas pobres en su ciudad natal, Venecia. Poco después Pío XII prohibió la música profana  en la liturgia católica, y lo hacíamos con el villancico alemán, recién estrenado en España,  Noche de paz, noche de amor.
Finalizadas las fiestas se asignaban los nuevos oficios. A mí me tocó la clase de estudios. Estaba encantada de tener que cuidar libros y material escolar. A las seis de la mañana, en el gran dormitorio de las pequeñas, de grandes ventanales simétricos enrejados, pasaba la monja de turno repiqueteando la campanilla al conjuro de viva Jesús. Hacíamos las camas y nuestro arreglo personal con el agua escarchada en invierno en las palanganas individuales de loza blanca, y nos íbamos reuniendo en el oratorio del internado, antes de bajar en fila doble a la misa y comunión diaria en la capilla de la comunidad. A las ocho desayunábamos, seguidamente arreglábamos los departamentos asignados, y a las nueve comenzábamos las clases. Aunque teníamos más horas de rezos que de estudios, las monjas no consiguieron ilustrar a las niñas desaplicadas, perezosas o poco dotadas.
A media mañana nos reuníamos en el salón de labores flanqueados de largos bastidores. El silencio era obligatorio excepto en las horas de recreo después de almuerzo y cena  antes de irnos a la cama a las diez. Mientras bordábamos alguna de las mayores leía en alto. Litertura  mística y de aventuras del leonés Padre Llorente, misionero en Alaska, de Delia Agostini, especie de heroína laica de la Italia fascista, y novelas juveniles de niños aristócratas de los colegio jesuitas de Madrid,  Viena, Chicago y California, que la sabia y santa Hermana Amalia llegó a prohibir, porque aquella fantasía auditiva estaba muy lejos de nuestra realidad de niñas menesterosas. Por supuesto que allí no teníamos los cuentos de Andersen ni de los hermanos Grimm,  y Juliano el Apóstata, Voltaire, Rousseau y Nietzsche eran anatema. Claro que yo leía todo lo que podía sustraer de la biblioteca.  En la hora de la siesta en verano, al tenue rayo de luz de la celosía, que pudo ser la causa de mi minusvalía visual progresiva.
Conforme las mayores iban saliendo del internado para volver poco después al noviciado, yo iba sustituyéndolas como lectora. Bien entrenada por papá cuando leíamos sentados a la mesa de camilla, a mí me gustaba mucho más leer que bordar. Las que me habían precedido eran buenas lectoras, pero en mi tanda ninguna era mejor que yo. Cuando la monja ponía a otra, las niñas protestaban. Así me convertí en la Lectora Oficial.
De pie en el centro del refectorio, leía el Santoral del día en el Martirologio Romano. Vidas de eremitas de la Tebaida en los primeros tiempos cristianos, mártires arrojados a las fieras en el Coliseo por los emperadores Maximiliano Daciano y Diocleciano. Vírgenes que se dejaban arrancar los ojos o ser arrastradas atadas a la cola de un caballo, antes que acceder a las solicitaciones de sus torturadores  o abjurar de su fe. Espoleaban mi natural escepticismo Simón el Estilita, que había alcanzado la santidad de pie sobre una columna en la plaza pública durante 37 años. O san Luis Gonzaga, patrón de la castidad, que ya en la Italia renacentista, jamás había osado mirar a la cara a su propia madre. Sospechaba que el misticismo de santa Margarita María de Alacoque era provocado por la grandiosidad de la catedral de su ciudad natal, Paray Lemonial.
Nunca he menos valorado mi aprendizaje conventual. El devenir de la Humanidad  no puede comprenderse sin la Historia de la Iglesia, de todas ellas, hermanas gemelas de la historia de las Artes,  cada una con su peculiaridad en tiempo y espacio. El trono episcopal siempre ha estado unos escaños más arriba del trono real, e incluso del imperial. Contrariamente a los cristianos protestantes, que tanto conocimiento tienen de la Biblia, muchos católicos practicantes españoles ni siquiera han leído los Evangelios. Lo que aquí se llama educación religiosa, es sólo material de catequesis, a ser enseñado en las parroquias. La Religión, ese misterioso y diverso sentimiento que desde siempre ha venido obsesionando al hombre, sólo debía ser materia de conocimiento escolástico y autodidacta, para poder dilucidar sobre su inherente oscurantismo.

LA PRIMERA COMUNIÓN





En el colegio de las Beatas, sor Emilia me preparaba para la primera comunión. Aquellas enseñanzas me sonaban a cuentos para niños, que ni las monjas creían. Como si nos quisieran hacer comulgar con piedras de molino. El curso siguiente tuve que pasar a los Grupos Escolares Pedro Gutiérrez. Papá ya no podía pagar las tres gordas diarias que le costábamos cada uno de los tres.
Mi primera comunión no podía pasar de aquel año. Pero en casa no había dinero para pagar todos aquellos perifollos. Tendría que hacerla con el babi blanco de cada día, lavaíto y planchaíto. Para mí una tragedia mucho peor que no tener juguetes en reyes. Mi prima había hecho la suya de todo lujo un par de años antes. Le pediría prestado su traje, al que ya le habían cortado las mangas. Yo misma di la solución para que la costurera las reconstruyera con unos anillos de lazo de seda, unidos con una especie de  vainica  ancha y espaciada. Pero no podría llevar su velo de blonda, que además de enorme para mí, era una riquísima mantilla bordada, tesoro de su familia. Lo demás lo iríamos reuniendo aquí y allá, prestado también. Por fin llegó el gran día, y allí estaba yo con el lujo de mis prestadas galas.
Las monjas nos habían mencionado al niño Tarsicio, patrón de a Eucaristía. Apedreado hasta morir en la Vía Apia el año 258, cuando llevaba la comunión a los cristianos en tiempos del emperador Valentiniano. Y a san Pancracio, joven frigio catequizado y bautizado en Roma por el propio papa Marcelino, decapitado a los 19 años en la Vía Aurelia el año 305, en tiempos de Diocleciano. Muy pronto el emperador Constantino el Grande iba a acabar con esos horrores.
Pero yo no noté ninguna transmutación sobrenatural. Estaba deseando que acabase la larga ceremonia y comenzase el gran día de cielo pasado en la tierra  que anunciaban mis estampas recordatorias. Visitamos a los parientes más cercanos, que depositaban unas monedas en mi limosnera, una bolsita bordada de perlas, que colgaba de mi  cíngulo en la cintura. En Sevilla nos encontrarnos con papá que había pedido medio día libre en su trabajo, y nos fuimos a comer una gran comida en un pequeño restaurante.
Ya cansada de visitas y de helados en aquella tarde calurosa de un 17 de junio, aun quedaba la tradicional foto de estudio para conmemorar la fecha, y poder liberarme de aquel molesto disfraz. Ya bastante deslucida, me colocaron de pie bajo un cielo flotante de regordetes angelitos  de Murillo. El traje descolgado en mi cuerpo menudito, recogido con un cíngulo doble, como de franciscano pobre, terminado en borlas despeluchadas sobre los zapatitos de pulsera de recia lona blanqueada con albayalde.
El velo de tul liso me cuelga desgalichado, sujeto por una diadema de rositas blancas artificiales. En la sien derecha se escapa una punta de rizo que me habían enroscado con unas tenacillas calientes la tarde anterior.. La vela larga y lisa, no rizada y decorada como la de mi prima, adornada con un ramo de flores artificiales y un gran lazo, descansa sobre el reclinatorio de terciopelo rojo, en blanco y negro, doblada por el calor. Las manos, calzadas por unos guates un poco grandes, sostienen abierto un librito de nácar. Una carita seria e inocente, exenta de la más elemental coquetería, de ojos filosóficos, desilusionados, morbosamente resignados. Mis hermanos un día le pintaron los labios para que estuviera más alegre.
Había escarmentado para toda mi vida de aquellas galas blancas como un sudario. Viviendo en Francia muchos años después, la famosísima vidente  Madame Sol, que publicaba sus horóscopos en France Soir, predijo que los Piscis nos casaríamos antes de finalizar aquel año. Yo me casé el día 31 de diciembre de aquel año, en el municipio de Martínez, San Francisco, California, cerca de donde vivía la familia de mi marido. Elegí un traje de fondo negro, estampado con orquídeas color yema de huevo, como la única orquídea natural que llevaba en la mano. La ceremonia la ofició una juez bellísima,  pelirroja y cinematográfica como una  actriz de Hollywood, en toga negra y birrete con borlón. Lo celebramos sólo en familia en Tía María, un lujoso restaurante  mexicano jardín interior. Luego nos fuimos a ver el estreno de la película Los diamantes duran para siempre.   
Mucho ha cambiado España desde mi pobre primera comunión y con la Democracia. Hoy el evento cuesta entre cien mil y un millón de las antiguas pesetas, traducidas a euros,  y las pequeñas novias comulgantes no llevan nada prestado. Es la revancha colectiva por aquellos penosos años de escasez, cuando los españoles salían como emigrantes por toda Europa. Yo entrevisté a muchos para mis columnas en Siete Fechas, Edición Europea, mientras estudiaba Lenguas Modernas en la Universidad de Zürich.  Los españoles pudieron acuñar el ya semos europes . De emigrantes pudimos pasar a ser un país acogedor, con la vocación de San Juan de Dios que nos caracteriza.  La poderosa diosa Fortuna hace mover su rueda  incesantemente. Y ahora la crisis, de la que quizás todos seamos culpables.