18 noviembre 2011

LOS OTROS

Mi hermano era el único varón de  la familia. Mis tías le cuidaban unos  tirabuzones  rubios a lo Shirley Temple, mientras que a mi hermana y a mi nos peinaban una melenita corta con una raya en medio  y una hilera de flequillos sobre la frente. A mí, como a mis tías, me gustaban aquellos tirabuzones de mi hermano. Un día papá lo trajo a casa completamente rapado, ocasionando los reproches de sus hermanas. Papá les aseveró que no debía parecer una niña.

Con su pelo cortado y un mono azul de mecánico, un  día papá se lo llevó al garaje donde repasaban el camión que al día siguiente les serviría para el transporte. Y yo que no había sentido celos de sus tirabuzones rubios ni de su mono azul de mecánico de juguete, lo sentí de su superioridad varonil y del orgullo de papá por él.

Anteriormente la agraciada había sido yo. Me había llevado a la cochera. Papá me enseñó el “gato”. Pensé muy seriamente por qué se llamaba gato a aquella cosa de hierro que en nada se le parecía. Observé muy atentamente la faena de colocarlo bajo el esqueleto de una rueda y manipularlo con facilidad. Me gustaba el frescor húmedo del garaje, los sacos extendidos por el suelo, las pesadas herramientas bajo el camión donde tendido trabajaba el compañero de papá, las manchas de grasa en el suelo y las paredes, el olor a gasolina, y todo aquel trajín de la mecánica. Papá me  mandaba a hacer algo, yo me sentía importante y procuraba mancharme las manos de grasa. Aquel día fui muy feliz.

Ahora intentaban convencerme de que aquello no era cosas de niñas. Yo ya había estado una vez. Ahora le tocaba a mi hermano, Lo comprendía, pero pateaba y chillaba procurando ahogar la razón. Quería sólo ser feliz como lo había sido en aquella ocasión. Esta fue la única vez que la lógica  no me con venció, dejándome arrebatar  por el ímpetu de un deseo. A pesar de mis protestas de fierecilla salvaje me dejaron en casa. Mientras papá salía llevando a mi hermano de la manita, mamá trataba de convencerme, pero viendo la imposibilidad me dejó abandonada a mí misma. Lloré con frenesí de locura, luego me dormí. Desperté en el zaguán, boca abajo, estirados y abiertos los brazos y las piernas en forma de equis. “Esas no son cosas de niñas” me causaba complejo de inferioridad. Me enrabiaba la realidad de que por ser niña siempre habría de estar en segundo plano. Me aburría la vulgaridad monótona de la casa, mientras los hombres, fuera de ella, se dedicaban a cosas importantísimas ignoradas por nosotras.

En la subconsciencia de un sueño, una noche,  con esa claridad sorprendente de la que sólo disponemos contadas veces en la vida, intuí el origen de ella. Un confuso rumor me llagaba desde la habitación contigua, dormitorio de mis padres. En adelante ya no me servirían los romances de canastillas de flores y atados de cigüeñas, que corrían de labios de madres a hijos fingidamente crédulos.

Trataba de ayudar a mamá en los trabajos de la casa. Con un delantalito blanco, barría con mi escobita pequeña que me habían comprado una noche en una aglomeración de gente y humeantes hachones sobre puestos de baratijas extendidas en el suelo. Ponía sumo cuidado en que todo apareciese pulcro y bonito en aquel comedor de recién casados, con su modesto chinero de cristales verdes rizados a los que el sol que lo inundaba desde el ventanal arrancaba mágicos destellos. Estiraba los cojines en las mecedoras, sesgando como en vuelo los pájaros  estampados en la cretona.

Estuve unos días con fiebre, seguramente el sarampión. Desperté al atardecer. Me encontraba mejor, aunque con ese malestar posfebril  enfermizo y egoísta, de quien ha sufrido físicamente. Enfadada por el abandono en que me habían dejado, me levanté descalza y arrimé una silla al ventanal. Mamá estaba en la acera de enfrente charlando con unas vecinas. Vestido de negro su cuerpo joven y atractivo, su pelo castaño  brilloso y abundante, recogido hacia la nuca en un cruzadillo de trenzas, sus ojos oscuros color café  resaltando en su límpida piel, sus labios, bien moldeados  ligeramente enrojecidos con un carmín líquido que usaba a ocultas de papá. Me descubrieron asomada al ventanal. No dije nada, pero mamá adivinó mi silenciado reproche. Ella se pintaba y se iba a charlar con las vecinas, mientras su hijita enferma se quedaba sola. Subió a verme y también algunas vecinas.

El tiempo me parecía muy largo a los seis años. Me impacientaba un vehemente deseo de que pasara pronto.  Detestaba decir tengo “seisaños”. No me gustaba el seseo pedante de la ese con la a.