01 enero 2014

EDUVIGIES LA DE LAS VACAS

Era una mujer antigua, de pueblo, que a mediados de los cincuenta del siglo pasado vestía faldón hasta los tobillos y delantal. Analfabeta, muy rica, vivía en un antiguo caserón céntrico. La parte dedicada a vivienda era muy precaria. En los arriates del gran patio que daba hasta el corral, cuidaba jazmines y flores estacionales. Las vacas entraban por el portalón trasero de la calle contigua cuando volvían de pastar en el campo. Se alimentaba casi exclusivamente de la leche de sus vacas y nos obsequiaba con un vaso de leche a todos los que la visitábamos.

Bonachona y compasiva, se hizo cargo de un pequeño cuya joven madre había sido asesinada a tiros por un amante celoso a la puerta de su casa de vecinos.
El niño creció a su falda, se hizo hombre, se casó, tuvo dos hijas, y aunque no vivía en la misma ciudad nunca dejó de visitar a su madrina. Ella le había prometido que la gran casona sería su herencia.

Eduvigies confiaba ciegamente en su administrador, un abogado local cuya servidumbre tenía que llevar su agua embotellada si quería beber, que le regalaba estampitas de María Auxiliadora y de Jesús de Pasión, ante los que siempre tenía unas velas encendidas y flores. Llegó la hora de su muerte, y
tuvo el consuelo de que su ahijado pasó con ella los últimos días de su vida, hasta que expiró y pudo cerrarle los ojos.

Como el ahijado no lo era por la ley, ¡qué sabía ella! se quedó sin lo que siempre había sido la voluntad de su madrina, con conocimiento de todo el pueblo, que se escandalizó. La casa pasó a un solo sobrino  que al no compartir con sus hermanos llegaron a pleitos familiares. Del dinero y demás fincas nunca más se supo. Un cerro que le pertenecía está hoy urbanizado.


El ahijado no sobrevivió a su madrina por mucho tiempo. Murió relativamente joven. Había nacido con una cardiopatía congénita. Si se han encontrado en el más allá, ella estará clamando por qué no se cumplió su última voluntad.