08 junio 2012

LA PRIMERA COMUNIÓN





En el colegio de las Beatas, sor Emilia me preparaba para la primera comunión. Aquellas enseñanzas me sonaban a cuentos para niños, que ni las monjas creían. Como si nos quisieran hacer comulgar con piedras de molino. El curso siguiente tuve que pasar a los Grupos Escolares Pedro Gutiérrez. Papá ya no podía pagar las tres gordas diarias que le costábamos cada uno de los tres.
Mi primera comunión no podía pasar de aquel año. Pero en casa no había dinero para pagar todos aquellos perifollos. Tendría que hacerla con el babi blanco de cada día, lavaíto y planchaíto. Para mí una tragedia mucho peor que no tener juguetes en reyes. Mi prima había hecho la suya de todo lujo un par de años antes. Le pediría prestado su traje, al que ya le habían cortado las mangas. Yo misma di la solución para que la costurera las reconstruyera con unos anillos de lazo de seda, unidos con una especie de  vainica  ancha y espaciada. Pero no podría llevar su velo de blonda, que además de enorme para mí, era una riquísima mantilla bordada, tesoro de su familia. Lo demás lo iríamos reuniendo aquí y allá, prestado también. Por fin llegó el gran día, y allí estaba yo con el lujo de mis prestadas galas.
Las monjas nos habían mencionado al niño Tarsicio, patrón de a Eucaristía. Apedreado hasta morir en la Vía Apia el año 258, cuando llevaba la comunión a los cristianos en tiempos del emperador Valentiniano. Y a san Pancracio, joven frigio catequizado y bautizado en Roma por el propio papa Marcelino, decapitado a los 19 años en la Vía Aurelia el año 305, en tiempos de Diocleciano. Muy pronto el emperador Constantino el Grande iba a acabar con esos horrores.
Pero yo no noté ninguna transmutación sobrenatural. Estaba deseando que acabase la larga ceremonia y comenzase el gran día de cielo pasado en la tierra  que anunciaban mis estampas recordatorias. Visitamos a los parientes más cercanos, que depositaban unas monedas en mi limosnera, una bolsita bordada de perlas, que colgaba de mi  cíngulo en la cintura. En Sevilla nos encontrarnos con papá que había pedido medio día libre en su trabajo, y nos fuimos a comer una gran comida en un pequeño restaurante.
Ya cansada de visitas y de helados en aquella tarde calurosa de un 17 de junio, aun quedaba la tradicional foto de estudio para conmemorar la fecha, y poder liberarme de aquel molesto disfraz. Ya bastante deslucida, me colocaron de pie bajo un cielo flotante de regordetes angelitos  de Murillo. El traje descolgado en mi cuerpo menudito, recogido con un cíngulo doble, como de franciscano pobre, terminado en borlas despeluchadas sobre los zapatitos de pulsera de recia lona blanqueada con albayalde.
El velo de tul liso me cuelga desgalichado, sujeto por una diadema de rositas blancas artificiales. En la sien derecha se escapa una punta de rizo que me habían enroscado con unas tenacillas calientes la tarde anterior.. La vela larga y lisa, no rizada y decorada como la de mi prima, adornada con un ramo de flores artificiales y un gran lazo, descansa sobre el reclinatorio de terciopelo rojo, en blanco y negro, doblada por el calor. Las manos, calzadas por unos guates un poco grandes, sostienen abierto un librito de nácar. Una carita seria e inocente, exenta de la más elemental coquetería, de ojos filosóficos, desilusionados, morbosamente resignados. Mis hermanos un día le pintaron los labios para que estuviera más alegre.
Había escarmentado para toda mi vida de aquellas galas blancas como un sudario. Viviendo en Francia muchos años después, la famosísima vidente  Madame Sol, que publicaba sus horóscopos en France Soir, predijo que los Piscis nos casaríamos antes de finalizar aquel año. Yo me casé el día 31 de diciembre de aquel año, en el municipio de Martínez, San Francisco, California, cerca de donde vivía la familia de mi marido. Elegí un traje de fondo negro, estampado con orquídeas color yema de huevo, como la única orquídea natural que llevaba en la mano. La ceremonia la ofició una juez bellísima,  pelirroja y cinematográfica como una  actriz de Hollywood, en toga negra y birrete con borlón. Lo celebramos sólo en familia en Tía María, un lujoso restaurante  mexicano jardín interior. Luego nos fuimos a ver el estreno de la película Los diamantes duran para siempre.   
Mucho ha cambiado España desde mi pobre primera comunión y con la Democracia. Hoy el evento cuesta entre cien mil y un millón de las antiguas pesetas, traducidas a euros,  y las pequeñas novias comulgantes no llevan nada prestado. Es la revancha colectiva por aquellos penosos años de escasez, cuando los españoles salían como emigrantes por toda Europa. Yo entrevisté a muchos para mis columnas en Siete Fechas, Edición Europea, mientras estudiaba Lenguas Modernas en la Universidad de Zürich.  Los españoles pudieron acuñar el ya semos europes . De emigrantes pudimos pasar a ser un país acogedor, con la vocación de San Juan de Dios que nos caracteriza.  La poderosa diosa Fortuna hace mover su rueda  incesantemente. Y ahora la crisis, de la que quizás todos seamos culpables.

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