08 junio 2012

LA LECTORA



Al volver del paseo al parque con papá los domingos, nos sentábamos a merendar refrescos y pastelillos en la confitería La Gloria, frente al Casino. Allí, sentada en sus rodillas, le leía el periódico al industrial Matías Casado. Como él no tenía hijos, siempre quiso prohijarme, lo que papá no consintió. Al morir él mis tías no accedieron tampoco, respetando su voluntad, y me enviaron a un internado benéfico. Ser millonaria  me hubiera desviado de mi camino, del que no reniego en absoluto. Sólo una vez ante los escaparates del Tiffany en New York, me acometió un fuerte deseo de haber podido adquirir una joya allí, a manera de experiencia vital.
Lo mismo ocurriría con mi hermana pequeña, que se había criado frente a casa, en la farmacia de D. Manuel, al cuidado de su esposa  doña Isabel, que tampoco tenían hijos. Cuando ellos hablaron de adoptarla, mi tía, que había recogido su primer vagido mientras mamá agonizaba, puso el grito en el cielo, y las cosas vinieron a mal.
Papá murió el día de la Inmaculada. Ya todo concertado de antemano, una semana después, doña Isabel me llevó al convento del  que eran bienhechores, dónde don Manuel  tenía cinco hermanas  monjas. Allí me entregó a la superiora del internado, hermana Amalia, primera persona santa de las pocas que he conocido en mi vida.
Ya en vacaciones de navidad, las niñas se ocupaban de preparar las fiestas. Ayudé a montar el belén que ocupaba toda el ala derecha de la sala de clase. En el extremo opuesto se elevaba el escenario donde representábamos teatros y bailes, en los que participé vestida de pastorcillo con una zamarra aborregada y un cayado, en un  baile de hadas, con capirucho puntiagudo y tules, al son de El Danubio Azul. Al año siguiente, ya estudiante de solfeo pude interpretar al piano un fácil villancico.
Los campanilleros y los tunos de la cercana antigua Universidad daban serenatas alrededor del convento. Me deslumbró la solemne misa del gallo, con tres oficiantes en brillantes dalmáticas, cantada por el coro de novicias, que culminaba con el besa pies al Niño Jesús, al compás de Las cuatro estaciones que Vivaldi había compuesto cuando era preceptor en el Ospedale de la  Pietá de huérfanas pobres en su ciudad natal, Venecia. Poco después Pío XII prohibió la música profana  en la liturgia católica, y lo hacíamos con el villancico alemán, recién estrenado en España,  Noche de paz, noche de amor.
Finalizadas las fiestas se asignaban los nuevos oficios. A mí me tocó la clase de estudios. Estaba encantada de tener que cuidar libros y material escolar. A las seis de la mañana, en el gran dormitorio de las pequeñas, de grandes ventanales simétricos enrejados, pasaba la monja de turno repiqueteando la campanilla al conjuro de viva Jesús. Hacíamos las camas y nuestro arreglo personal con el agua escarchada en invierno en las palanganas individuales de loza blanca, y nos íbamos reuniendo en el oratorio del internado, antes de bajar en fila doble a la misa y comunión diaria en la capilla de la comunidad. A las ocho desayunábamos, seguidamente arreglábamos los departamentos asignados, y a las nueve comenzábamos las clases. Aunque teníamos más horas de rezos que de estudios, las monjas no consiguieron ilustrar a las niñas desaplicadas, perezosas o poco dotadas.
A media mañana nos reuníamos en el salón de labores flanqueados de largos bastidores. El silencio era obligatorio excepto en las horas de recreo después de almuerzo y cena  antes de irnos a la cama a las diez. Mientras bordábamos alguna de las mayores leía en alto. Litertura  mística y de aventuras del leonés Padre Llorente, misionero en Alaska, de Delia Agostini, especie de heroína laica de la Italia fascista, y novelas juveniles de niños aristócratas de los colegio jesuitas de Madrid,  Viena, Chicago y California, que la sabia y santa Hermana Amalia llegó a prohibir, porque aquella fantasía auditiva estaba muy lejos de nuestra realidad de niñas menesterosas. Por supuesto que allí no teníamos los cuentos de Andersen ni de los hermanos Grimm,  y Juliano el Apóstata, Voltaire, Rousseau y Nietzsche eran anatema. Claro que yo leía todo lo que podía sustraer de la biblioteca.  En la hora de la siesta en verano, al tenue rayo de luz de la celosía, que pudo ser la causa de mi minusvalía visual progresiva.
Conforme las mayores iban saliendo del internado para volver poco después al noviciado, yo iba sustituyéndolas como lectora. Bien entrenada por papá cuando leíamos sentados a la mesa de camilla, a mí me gustaba mucho más leer que bordar. Las que me habían precedido eran buenas lectoras, pero en mi tanda ninguna era mejor que yo. Cuando la monja ponía a otra, las niñas protestaban. Así me convertí en la Lectora Oficial.
De pie en el centro del refectorio, leía el Santoral del día en el Martirologio Romano. Vidas de eremitas de la Tebaida en los primeros tiempos cristianos, mártires arrojados a las fieras en el Coliseo por los emperadores Maximiliano Daciano y Diocleciano. Vírgenes que se dejaban arrancar los ojos o ser arrastradas atadas a la cola de un caballo, antes que acceder a las solicitaciones de sus torturadores  o abjurar de su fe. Espoleaban mi natural escepticismo Simón el Estilita, que había alcanzado la santidad de pie sobre una columna en la plaza pública durante 37 años. O san Luis Gonzaga, patrón de la castidad, que ya en la Italia renacentista, jamás había osado mirar a la cara a su propia madre. Sospechaba que el misticismo de santa Margarita María de Alacoque era provocado por la grandiosidad de la catedral de su ciudad natal, Paray Lemonial.
Nunca he menos valorado mi aprendizaje conventual. El devenir de la Humanidad  no puede comprenderse sin la Historia de la Iglesia, de todas ellas, hermanas gemelas de la historia de las Artes,  cada una con su peculiaridad en tiempo y espacio. El trono episcopal siempre ha estado unos escaños más arriba del trono real, e incluso del imperial. Contrariamente a los cristianos protestantes, que tanto conocimiento tienen de la Biblia, muchos católicos practicantes españoles ni siquiera han leído los Evangelios. Lo que aquí se llama educación religiosa, es sólo material de catequesis, a ser enseñado en las parroquias. La Religión, ese misterioso y diverso sentimiento que desde siempre ha venido obsesionando al hombre, sólo debía ser materia de conocimiento escolástico y autodidacta, para poder dilucidar sobre su inherente oscurantismo.

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