LLevaba el chupe en la boca la primera vez que me dejaron en una especie de guardería a cargo de doña Manola, con gafas redondas de finos aros de caré, falda
hasta los pies calzados con botines negros, corpiño encorsetado, golilla de
encajes y mangas de jamón. Sentada en su falda me enseñaba las vocales en una
tabla de cartón. La primera letra que aprendí fue la O.
Luego fui a una miga en la
calle San Sebastián, a donde cada uno llevábamos nuestra sillita Sevilla de
asiento de aneas y palillos de madera en colores vede rojo amarillo y azul.
Allí cantábamos los días de la semana, los meses y las estaciones del año, y
aprendí mi primera canción.
Felisa va en un coche
Felisa va en un coche
Viva el amor
a ver a su papá
a ver a su papá
Viva la rosa en el rosal
Qué lindo pelo lleva
Viva el amor
Quién se lo peinará
Viva la rosa en el rosal.
Se lo peina su madre
Viva el amor
Con peine de cristal
Viva la rosa en el rosal.
Felisa ya se ha muerto
Felisa ya se ha muerto
Viva el amor
La llevan a enterrar
Viva la rosa en el rosal.
La caja era de plata
Viva el amor
Con tapa de cristal
Viva la rosa en el rosal
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Pero a quien Felisa iba a ver, viva el amor, era a su amante, me aclaró ya adulta yo, otra versión que escuché en la radio. Yo llamaba a aquella escuela la miga de Doña Felisa. En el colegio de doña Mercedes, regentado por dos hermanas casi gemelas, leíamos La estrella del mar y cantábamos Con flores a María y Viva Cristo Rey. Aquí sufrí la primera agresión machista de parte de un compañero que siempre que tenía ocasión me aterrorizaba mostrándome en un libro el esqueleto de un dinosaurio.
Al año siguiente nos matricularon en el colegio de las Beatas, donde pagábamos tres
gordas cada uno por ir a las clases de abajo. Íbamos todos juntos, mis primas
con capas azules, nosotros con babi blanco. Al llegar al colegio nos
dividíamos. Mis primas entraban por la puerta principal para ir a las clases de
arriba. Nosotros por el portón lateral de la callejuela Cristóbal de Monroy.
Durante los recreos nos pegábamos a la reja que separaba los dos
patios, el nuestro baldío, el otro con macetones, arriates y un pequeño
estanque de peces de colores a los que me entretenía en observar, ya que mis
primas nunca aparecían por allí.
Sor Emilia, siempre acatarrada en su clase grande y sombría, nos
enseñaba a contar unidades decenas y centenas en un ábaco con bolas de colores,
y la Historia Sagrada en un librote apoyado en unos soportes que permitían ir
pasando las páginas apaisadas de bellísimas estampas en color con guardillas
doradas. El Dios Creador entre nubes. Adán y Eva con las hojas de parra y las
manos sobre el sexo. La insidiosa serpiente en medio, el Arca de Noé en lo alto
del monte Ararat, el paso del Mar Rojo con los carros y caballos del Faraón
patas arriba, Moisés bajando del monte Sinaí con las Tablas de la Ley. Aquel
libro tenía que ser una joya bibliográfica.
El curso siguiente pasé a la clase de Sor Pilar. Una mañana me dieron
en casa un papelito doblado para entregárselo. Cuando ya estábamos todas
sentadas haciendo nuestras tareas, Sor Pilar me llamó a su estrado. Las niñas
callaron para oír mi pecado. Durante unos minutos tenían que corear meona meona.
Luego me dio una palmadita en el culo y me mandó a mi sitio. Bajé de aquel alto presbiterio como de un
patíbulo. Permanecí toda la mañana con la cabeza agachada y las manos inmóviles
sobre mi cuaderno de hacer palotes. Al llegar a casa no comí, y no volví más a
aquel colegio donde mis desalmadas compañeras me habían llamado meona.
Influida por una conocida que iba a la Escuela Nacional, me matriculé
en los Grupos Viejos, “a donde iban todas las pobretonas y maleducadas de
Alcalá”. Resignada a mezclarme con aquella miseria, allá me fui una mañana
espléndida de azul. Pero aquello era muy
distinto de lo que me habían contado.
Al armonioso edificio de los Grupos Escolares, con torretas gemelas,
para niños y para niñas, se accedía por unos jardines escalonados entre altas palmeras.
Las clases eran mucho más amplias y alegres que las de las monjas para niñas no pudientes.
Por los grandes ventanales enrejados, el sol daba a las paredes encaladas una
gran esplendidez. Cuatro hileras de doble
pupitre de madera color avellana dejaban
suficiente espacio entre sí. El enorme patio de recreo, de dorado albero, estaba
flanqueado de umbrosos árboles de los
que comíamos moras.
Me asignaron a la clase cuarta, entre niñas mayores que yo. La señorita María del Carmen, joven y
rubia, exudaba pedagogía de Escuela Normal. Aprendíamos la Historia de España,
geografía peninsular, dibujo y matemática elemental. Yo leía muy bien, pero escribir no se me daba. Escribía muy torcido
por renglones muy derecho, escapándome arriba y debajo de las líneas como la
aguja de un sismógrafo. Quebraba las puntas de las plumillas oxidadas y ensuciaba de grumos de tinta los cuadernos,
en los que iba dejando las huellas dactilares de mis manchados dedos. La
señorita María del Carmen me ayudaba a intercalar las eles y las eres en las
sílabas triples, con las que tenía dificultad.
Un día en que el dictado me estaba saliendo algo mejor, la señorita
llamó a mis compañeras para que lo admirasen. De pronto, una grandullona con
cara de caníbal gritó ¡un piojo! señalando sobre mi hombro. Las niñas retrocedieron espantadas., la señorita
palideció. Muy seria, conminó a la de vista de lince que cogiera al indeseado animalito y lo
matase. Se resistió, pero al final tuvo que hacerlo, destripándolo con sospechosa
pericia entre las uñas de sus dos pulgares. Al salir de clase se vengó de la
humillando dándome empellones y cachetadas.
En casa no dije nada. Me encerré y me pasé la lendrera sobre el
palanganero, campo de batalla de aquel ejército caído. ¡Cuántos piojos tenía!
Lo que la gente decía estar encastada o tener la piojera abierta, aunque eso
sólo le pasaba a los muertos. Algunos
tenían que ser piojas, diosas de la fertilidad, por el abultamiento del abdomen,
promesa de tan abundante proliferación.
Ya no me quedaban más colegios a donde continuar huyendo de mí misma,
de mis merecidos tirulos de meona pobretona y piojosa, únicos que había sido
capaz de conseguir. Pero la vida me tenía ya preparada una gran jugada en su
tablero de ajedrez. No tuve que volver a aquel colegio de mis piojos.
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