Los niños que vivíamos en la carretera Bailén nos reuníamos a
jugar en la zona entonces privilegiada de Calderón Ponce, a donde venía a
veranear gente acomodada de Sevilla. Calderón Ponce era un florido pensil.
Ahora es un caos urbanístico
desarmonioso sin cohesión planificadora de construcción.
desarmonioso sin cohesión planificadora de construcción.
El cerro en primavera se poblaba de lujuriosas amapolas y
recias margaritas, y estaba rodeado de chalés cuyos porches se techaban de
graciosas rositas de pitiminí. Los jardines interiores se sombreaban con
copudos árboles colgantes de lilas. Robábamos las abundantes flores que se
escapaban por los enrejados, para hacer un altar.
Aquellos que llamábamos niños ricos se unían a nosotros formando una alegre
bandada sin divisiones sociales. Pasados
los años más de alguna de aquellas niñas se casó con alguno de aquellos
muchachos que ya habían terminado sus
carreras universitarias.
Allí lanzábamos al aire cometas o panderos multicolores que
elevándose en el cielo a veces se nos escapaban como Ícaros derrotados por el sol.
Muchos los construíamos nosotros mismos sobre
un armazón de rajas de cañas y
papel de seda de colores pegados con una masa de harina y agua.
Más abajo estaba la Calera, una depresión de tierra amarilla
cortada en cresta hacia las vías del
tren. De parte a parte cruzaban las vagonetas cargadas de albero, que por arte
de magia para nosotros, se volcaban en el centro de aquella ancha boca de
volcán artificial. Estábamos avisados del peligro del lugar, donde se había
producido más de algún accidente mortal.
A pesar de ello más de uno había querido echar un paseo en aquel
funicular horizontal. Supongo que algunos de los mayores, con mejor sentido, lo
llegó a evitar. Abajo humeaban los
hornos Nos deslizábamos en cuclillas por
las pendientes resbaladizas y volvíamos a casa con las ropas sucias y
desgarradas. Una grandullona alelada se presentó una vez con un gran paraguas negro que pretendía le sirviera
de paracaídas.
Tras un día invernal
que había llovido mucho, por la tarde salió el sol. La tierra exhalaba un vaho
perfumado. Era la hora de la merienda y
los niños corrían a sus casas acuciados por el hambre o llamados por sus madres
que tenían que arrancarlos del juego. Los más aventajados volvían luciendo
bocadillos de jamón, otros tenían que conformarse
con medio bollo con aceite y azúcar o
una onza de chocolate terroso.
Por reflejos condicionados yo no sentía hambre.
La merienda no contaba en el horario de mis comidas. Me
habían dejado sola construyendo mi castillo de arena mojada con mis manos
insensibles y heladas. Ya de pie daba saltitos con las manos bajo los sobacos
para calentarlas. Un espléndido arco iris de
marcados colores se extendía
oblicuamente por la bóveda azul celeste, desde el lejano edificio del Correccional hasta hundirse por detrás de las
murallas del Castillo.
Sentí que aquel Arcoiris había sido dibujado exclusivamente
para mí. Una felicidad demasiado aplastante
para mi pequeño cerebro de niña hiponutrida.
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