Era la víspera de Reyes Magos. Papá nos había
llevado a la capital para visitar bazares y ver escaparates que con profusión
de luces exhibían los regalos que al día siguiente iban a hacer la ilusión
tanto de niños consentidos como de padres prepotentes.
Si mis hermanos miraban algún juguete
demasiado caro, papá se encargaba de desviar su atención. Tantas muñecas
envueltas en papel de celofán colocadas de pie en las estanterías, hacían
difícil la elección. Me ilusionaba el conjunto, una sola me parecía poca cosa.
Siendo muy pequeña me había encaprichado con
una muñeca de pelo natural y traje que podía servirme. Papá intentaba
convencerme de que no estaba a la venta, pero no le creí. Lloré, pateé y chillé
escandalizando a los transeúntes que reían despiadadamente. Al fin salieron los
dependientes y me informaron que aquello no era una muñeca, sino un maniquí.
Aunque no sabía lo que era eso, me convencí de que me estaban diciendo la
verdad. Pero en adelante ninguna muñeca volvería a ilusionarme.
Esta vez me conformé con una morenita como
yo, como si fuese mi hija. Mi hermana eligió una rubita como ella. Mi hermano
salió ganando con un camión Campsa cisterna, con un orificio a rosca en lo alto
por donde se podía cargar de agua o de arena, y otro orificio de descarga por
detrás cuando se inclinaba. Aquellos
fueron unos espléndidos reyes, aunque mi resignada ambición no lo reconociera
por entonces.
Pasó un larguísimo año, y otra vez estábamos
en víspera de Reyes, fantaseando gratuitamente con qué queríamos que nos
trajesen. Y cambiando de opinión según oíamos a los amiguitos hablar del
juguete en moda. Aquella noche nos acostamos con la esperanza de que a la
mañana siguiente encontraríamos nuestros regalos a los pies de la cama. Mis
hermanos estaban seguros. Yo me hacía menos ilusiones.
Nos despertamos muy temprano. Buscábamos
incrédulos. En la casa no había muchos sitios donde pudieran estar escondidos.
Convencidos de que no teníamos nada, que papá muy enfermo no los había podido
comprar, nos fuimos a la calle a ver los juguetes de los otros niños. Aquellos
reyes que el año anterior no me habían satisfecho, se supervaloraron en mi
mente.
Éramos los únicos que no temíamos
regalos. Al débil sol blancuzco de un
día frigidísimo y nubloso, admirábamos los juguetes ajenos con la mirada
acobardada de un mendigo ante un escaparate. Mi hermana observaba con una
infinita tristeza ancestral en sus ojos de niña pequeña, ya huérfana de madre.
En cambio mi hermano, en quien apuntaban las clásicas pasiones del varón, no se
conformaba. Diplomáticamente se unía a sus amiguitos compartiendo sus juguetes,
hasta que el derecho natural daba el aldabonazo de alarma en su propietario. Mientras tanto él cargaba
piedrecillas y malvas arrancadas al margen de la cuneta, en una carreta de
tablas tirada por dos inflexibles bueyes de cartón. Después el dueño lo echaba
a un lado y tirando de una cuerda arrastraba triunfalmente su carreta ante las
admiradas niñas con sus muñecas en los brazos. Sentado sobre una piedra,
pensativo, mi hermano le veía alejarse. Pronto se unió a un grupo que observaba
cómo un cochecito se movía en todas direcciones
hasta agotar la cuerda, esperando que también a él le permitieran
enroscarla una vez.
Una vecina plañidera, secándose una lágrima con
el filo del delantal, decía en un corro
de madres compadecidas de nosotros: - Y éstos ¿es que no son hijos de Dios? - Su hija, una niña larguirucha con perennes
velas de moco que le habían dejado marcados dos surcos en carne viva desde las
ventanillas de la nariz hasta el corazoncito de los labios, lucía una muñeca de
trapo fea y pintarrajeada, con trenzas y flequillos de lana amarilla y brazos
colgantes, que yo hubiera preferido no tener.
A media mañana, con un sol ya más atrevido, aparecía papá calle
abajo. Se había hecho ya actual en él una expresión desesperanzada de infinito
cansancio, que antes sólo aparecía en ocasiones, en un pliegue abatido en su
bonita boca varonil. Corrimos hacia él, rodeándole. – Papá, papa, a aquella
niña le han echado los Reyes una muñeca que anda, decía mi hermana. – Y a aquel niño un tren eléctrico - señalaba
mi hermano, que tendría que esperar a ser emigrante en Alemania y desquitarse
con un sofisticado tren eléctrico de dos locomotoras con sus respectivos vagones, que en direcciones
contrarias se entrecruzaban infaliblemente en una interposición de vías en
forma de ocho que ocupaban todo el salón; con semáforos de luces de colores
encendiéndose y apagándose, y barras de paso a nivel que se elevaban o
descendían ante las dos estaciones de
viajeros frente a frente, mientras dos silbatos y dos volutas de humo blanco salían
de sus chimeneas al aparecer por las bocas de los túneles. Juguete con el que eufemísticamente
obsequiara a su primer hijo antes de que
éste tuviera uso de razón.
Papá, ¿verdad que tú nos vas a comprar una
muñeca, aunque sea chiquita, una sola para las dos? – proponía mi hermana. - Y a
mí un caballo de cartón, exigía mi hermano. Aquel día nos hubiésemos conformado
incluso con una de aquellas degradantes, embrutecedoras, horribles muñequitas de barro, con dos muñones en cruz
por brazos, a las que nos empeñábamos en vestir, que debían haber estado
proscritas, como ahora los juguetes bélicos, ajenas a la creatividad humana que
desde los albores de la civilización han hecho gala hasta los pueblos más
cercanos al simio, que atestan los museos antropológicos. Afortunadamente ya
desaparecidas en este país de insignes escultores que han llenado las plazas de
egregios generales ecuestres, alineado paseos con bustos de hombres eminentes y
sembrado parques con sensuales diosas de mármol.
Abriéndose paso entre nosotros, sin
contestarnos, papá seguía andando. Mis hermanos lloriqueaban. Yo reflexionaba
que ya había pasado la mañana, que al día siguiente los juguetes permanecerían
arrinconados y rotos, y que jugaríamos otra vez todos juntos a correr y saltar,
como a mí me gustaba. Desencantados, corrimos a gozar de nuevo de los juguetes
ajenos. Papá continuó su paseo solitario. A uno y otro lado de la calle los
niños se afanaban con sus juguetes. Todos menos sus hijos. Sus hijos tratábamos
de aplacar aquel desagradable escozor como moscas pegadas al cristal de una
pastelería. Para resarcirnos de ello, a nosotros aun nos quedaba el tiempo, a él,
tan joven, ni siquiera eso.
Desde entonces yo ya no hubiera cambiado este
empírico sesudo raciocinio, que iba a
servirme de directriz discriminatoria de lo efímero y lo banal el resto de de
mi vida, por un juguete que ni siquiera me ilusionaba.
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