25 diciembre 2013

LA HEMOPTISIS

Amanecía fresquita aquella mañana de 18 de agosto en el gran dormitorio de las mayores. Me levanté para cerrar las celosías. Al volver a la cama me acometió una tos de garganta, seca y persistente. Noté sabor a sangre. Saqué el pañuelo de debajo de la almohada y escupí en él. Era sangre. Sentí un gran calor en las mejillas. Aquello no podía ser lo que yo estaba pensando. Las ensoñaciones no se hacen realidad tan fácilmente. Me habría lastimado la garganta al toser. Seguía tosiendo y recogiendo  en mi pañuelo esputos gruesos y rojos. Mis ojos iban desorbitándose y me temblaban las manos. Una extraña inquietud me afloraba a la piel, como cuando se tiene fiebre.

Salté de la cama despavorida y corrí al dormitorio de las pequeñas donde dormía Isa, una de mis amigas más fieles. Se despertó bruscamente zarandeada por mí. Se echó el vestido y me siguió al Mirador, gran salón que cogía toda un ala, con grandes ventanales de arcos encristalados desde el suelo hasta el techo. Extendí mi pañuelo ensangrentado. – Mira, mira lo que han hecho conmigo. Esto es lo que han conseguido. -  Gritaba, me retorcía las manos apretando con furia el pañuelo ensangrentado, examinándolo incrédula. Estaba representando mi teatro. Había vivido mil veces la misma escena en mi mente. Los mismos pasos, las mismas reacciones, las mismas palabras expresadas a la misma persona. Era prodigioso.

Clareaba la mañana de verano y nos encaminamos cada una a su dormitorio. En el pasillo nos esperaba nuestra amiga Mar con la cara lívida. Escondí precipitadamente el pañuelo, aunque no conseguí engañarla. - ¿Qué te ha ocurrido? – Nada, que he vomitado un poco. – Me empujó al dormitorio mientras ella cruzaba un breve diálogo con Isa. En pocos minutos aparecería la Hermana para hacernos levantar. Nos acostamos hasta que sonó la campanilla. Mar y yo saltamos de la cama y corrimos a los lavabos donde se nos reunió Isa. Charlamos acaloradamente planeando la actitud que debíamos adoptar. Mar me quitó el pañuelo para lavarlo bajo el grifo, a pesar de mis protestas de que se contagiaría, y me dio otros limpios. Ya no tenía sangre pero seguía escupiendo en ellos por temor de aquella sangre enferma.

En el Oratorio se me acercó la hermana de Mar por detrás, y me dijo al oído que si no paraba de escupir en el pañuelo y examinarlo después se darían cuenta todas las demás. ¿Cómo sabía ella? Después de la misa en la capilla de la Comunidad y el desayuno, las encontré a las tres en el Oratorio, rezando a los pies de la Inmaculada de Murillo que lo presidía. Las amenacé que si alguien más se enteraba las mataría. Y ellas me creyeron. A la hora de la siesta me eché sobre la cama con sumo cuidado. No había llegado a la almohada cuando apenas tuve tiempo de recoger un violento vómito de sangre espumosa, roja y tibia, sin tos y sin esfuerzo, cual si hubiera estado coleccionada en mi laringe tras una leve válvula. Fingiendo náuseas corrí por los pasillos hasta llegar a los lavabos con el pañuelo sobre los labios. Mar e Isa, adivinándolo me siguieron, Desorbitaron los ojos al ver tanta sangre. Mar me arrebató el pañuelo escondiéndolo ante las miradas de otra que observaba nuestras manipulaciones, lavándolo bajo el grifo. Mar vomitaba por la impresión y no por asco, decía. Yo le aseguraba que se contagiaría y moriría  tísica como yo. Volví a la siesta con un paquete de caramelos que ella me dio, moviéndome con mil precauciones, porque estaba segura de que era el movimiento lo que producía aquella sangre con tanta facilidad.

Al día siguiente, sábado, teníamos que hacer la limpieza grande en los oficios. Por entonces yo estaba encargada del gran patio, sala de labores en verano, más fresco bajo la gran vela que nos resguardaba del sol. Bordábamos en largos bastidores mientras alguna leía en alto vidas de santos y literatura religiosa.  Tenía que cargar cubos de agua y fregar suelos. Lo hacía todo con sumo cuidado y una apatía impropia en mí. Todos mis movimientos se hicieron muy reposados. Mar reía mi inmovilidad estatuaria.

Los domingos íbamos al parque. Vestíamos los uniformes de fiesta azul marino con cuellos blancos duros almidonados,  mangas largas, y medias negras de algodón en pleno agosto sevillano. Yo temía que aquel paseo pudiera resultarme fatal. Dije a la monja que no me encontraba bien echándole la culpa al estómago.  Me dispensó del paseo y me dijo que me daría un purgante  de Agua de Carabaña. Me estremecí. Pero como para una monja una niña tiene el alma de cristal, no me lo administró. Del internado habían salido algunas chicas que habían muerto en sanatorios antituberculosos, y otras que se habían curado. Ya se usaba la estreptomicina y la aureomicina. Inusualmente pedí a la monja que me permitiese ir a la cripta de la Madre Fundadora muerta en olor de santidad, que pronto iba a ser declarada Beata y Juan Pablo II santificó. Mi plan para escapar de aquel colegio estaba saliendo como lo había planeado. Yo confiaba más en mi propia fe que en su santidad.

Estaba segura de que me estaba curando. Mis amigas me guardaban postres y dulces. Había dejado de sangrar. El único síntoma de mi enfermedad era un poco de fiebre por las tardes, mojando de sudoración las axilas hasta los costados de mis uniformes de percal de diario. Cuando estudié Enfermería en la Facultad de Medicina, supe que las hemoptisis espontáneas eran señal del principio de un proceso de curación. Pero salir para internarme en un sanatorio antituberculoso, que me estigmatizaría para siempre, ni hablar, cuando  ya tenía cita para un examen oposición para un trabajo. Aunque me costase la vida.

Dos monjas me acompañaron al Instituto Nacional de Previsión. Iba vestida ridículamente monjil. Pero me sentía fuerte para desafiar incluso a aquel mundo desconocido. Las muchachas que opositaban conmigo se mostraban nerviosas e infantiles. Yo estaba segura de que alguna de aquellas plazas, sin contar con el aval que las monjas representaban, sería para mí. El Inspector nos dijo que en unos días recibiríamos el resultado y la convocatoria para el examen médico. Como a una chiquilla me condujo de la mano hasta donde me esperaban las monjas. Me extrañaba que no se avergonzase de mi aspecto. Días más tarde me llegó el nombramiento y un oficio de citación para unas prácticas preparatorias  en un Ambulatorio, antes de hacerme cargo de mi plaza.  El tono convencional de Señorita y Ud. me produjo un exaltado gozo. Era mi pasaporte para seguir viviendo. Hasta años después no me apercibí de que habían olvidado citarme para examen médico, análisis de sangre y Rayos X de pulmón. Y en eso sí que había intervenido la Santa Fundadora.

La última vez que hundí mi cabeza en aquellas almohadas palpitantes, que tantas veces habían enjugado mis lágrimas, hice un compendio filosófico de los siete años que había pasado en aquel internado, que aun hoy cuentan como una eternidad, comparados con los muchos restantes que he vivido, tan fugaces. Tuve un sueño sosegado, sublime, y al despertar por última vez al sonido de aquella campanilla, me pregunté a mí misma quién era aquel ser etéreo que nacía aquella en mí. Me despedí de mis emocionadas compañeras y traspasé el umbral del colegio. Una marcha triunfal resonaba en mis oídos dando ritmo a mis pasos. Dos monjas me acompañaron al autobús aconsejándome   para que salvase mi alma torturada con ideas de salvación, tristemente saturada de ciegos tullidos y leprosos por los amarillos y polvorientos caminos de Betania y Cafarnaúm. Sí, yo sabía que tenía que salvarme, pero a aquellas horas sabía exactamente de qué. El autobús rasgaba el espacio luminoso de aquella mañana 15 de Septiembre, escasamente a un mes de mis hemoptisis, en un viaje sideral rumbo  a mi nueva vida.

Mi gran secreto era conocido sólo por mis tres amigas. Años después me conciencié de que las monjas también lo sabían. Mi familia no. Lo confié a mi tía, que se estremeció. Yo tenía mi propia habitación y mis platos vasos y cubiertos se fregaban aparte. Mis ropas eran hervidas en el fogón. Mi tía me sobrealimentaba y entre comidas me daba vasos de leche con huevos batidos. En poco tiempo engordé hasta los 54 kilos, que luego siempre me he preocupado no sobrepasar.

Mis compañeros de trabajo, médicos y sanitarios no se apercibieron de nada. Yo me tomaba el calcio y las vitaminas que los representantes de medicinas nos regalaban como muestras. Pasado un año me consideré completamente curada, incluso creí que todo aquello no había sido más que una alucinación. Dije a mi tía que debíamos ir a un especialista particular para comprobar todo aquello.  El famoso especialista de la capital me dijo que tenía una estrechez mitral,  por lo que tendría que seguir tratamiento. No le creí. Yo ya tenía la respuesta que quería oír.                                                                                                                                 

Un par de años más tarde, mi amiga la Jefe del Ambulatorio y yo íbamos a ir a veranear en un Campamento de Verano de la Sección Femenina, en Sanlúcar de Barrameda. Necesitábamos examen médico, análisis de sangre y rayos X de pulmón. Un compañero médico nos los hizo en su consulta particular. Al final nos dijo que ambas teníamos unos tórax muy similares. Mi compañera había pasado por el mismo proceso que yo, pero se había curado ortodoxamente en un sanatorio. Así es que mi tuberculosis no había sido una alucinación. La indeleble cicatriz estaba marcada en el lóbulo superior de mi pulmón izquierdo.

Años después de haber vivido en Suiza Italia y Francia, nos dedicamos a  preparar nuestra solicitud para emigrar a los Estados Unidos. Para mi marido, reclamado por su hermana ya nacionalizada, fue muy fácil. Yo entraba en la cuota de española residente en Francia, camino también muy expedito por lo infrecuente. Él fue citado para examen médico por la Embajada en Paris, y volvió con su visa en mano, incluso la Tarjeta Verde de residencia permanente. Una semana después estaba citada yo. Ya presentados todos los documentos requeridos, certificado de nacimiento, informes policiales de buena conducta en todos los países donde había vivido, todo traducido y notariado del español, alemán italiano y  francés, al inglés. Sólo quedaba el examen físico.

Volé a París. Ante la pantalla de Rayos X de la Embajada el médico americano examinador me preguntó si alguna vez me había curado de alguna enfermedad grave. – No, – respondí haciendo gala de mi verdad.
- Sin embargo en el lóbulo superior de su pulmón izquierdo hay una mancha que no sabemos lo que es. No podemos darle la visa. Hay que hacer exámenes complementarios. Un cultivo del bacilo de Koch y unas tomografías.

Totalmente descorazonada volví a volar hacia Marsella  donde mi marido, que conocía la historia me esperaba impaciente suponiendo lo peor.  Ya habíamos cancelado el contrato en el piso de Le Corbusier y yo había notificado al Director de la Oficina Nacional Española de Turismo, que agobiado por la inminencia hizo enviar una sustituta desde España. Decidimos que mi marido se marchase a San Francisco donde se alojaría con su hermana para ir preparando el camino para mi llegada. Yo me hice los exámenes complementarios exigidos, que tardarían meses que no podía mantenerme allí. Me deshice de lo poco que me quedaba y volé a Madrid. Era el precio que tenía que pagar por ocultación de la verdad. Pero de hecho yo no me había medicado de nada ni había sido nunca diagnosticada de una tuberculosis juvenil ratificada con hemoptisis. No tenía un historial clínico que presentar, por lo que el resultado hubiese sido el mismo. Mi enfermedad me la había  provocado yo mentalmente. Fue el único medio que encontré para liberarme de aquellas monjas hitlerianas.

Mi marido abordó su ansiado avión que lo llevaría a su sueño americano. Yo tuve que liquidar lo que todavía nos quedaba mientras me sometía a los exámenes complementarios, que iban a tardar, por lo que volé a Madrid, donde por entonces vivía mi hermana. Me instalé en una residencia de señoritas frente al Palacio de Oriente. En la sección de trabajos del ABC encontré una oferta de empleo como traductora de alemán técnico en la Unión Española de Explosivos de Río Tinto y Minas. Se trataba de una sola plaza y opositábamos tres. Una húngara residente en España, una hija o sobrina del compositor Frühbeck de Burgos y yo. Escéptica debido a los conocidos “enchufes” españoles, me sorprendió mucho haber sido la elegida.

Entretanto, los carísimos y molestos exámenes médicos efectuados en Francia se habían perdido. Tuve que repetirlos en Madrid con un médico que se comprometió a emitir los concernientes certificados, traducciones y notariados. Al fin, con toda la nueva documentación reunida, previa cita volé a París. La nueva Cónsul era muy amable. Me confirmó que todo estaba en regla, que en pocos días recibiría toda la documentación, certificada, incluida la Tarjeta Verde de residente permanente, en mi domicilio en Madrid. En cuanto tuve todo dispuesto volé a Londres, donde permanecí un par de días mientras preparaba mi viaje al Nuevo Mundo, sobrevolando el Polo Norte en  un jumbo jet de las líneas aéreas KLM, hasta el aeropuerto de Los Ángeles, donde llegué a media noche y me esperaba mi marido. Con esto se cerró la larguísima Odisea de la insólita curación espontánea de mi tuberculosis juvenil.


1 comentario:

Anónimo dijo...

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