01 julio 2013

MI BAJADA A LOS INFIERNOS



Hay vocablos que al caer en desuso denotan un nuevo status social, como las lendreras y los sabañones, que a mí también me mordieron como una manada de canes furiosos, ya desde el primer invierno que pasé en aquel sombrío y profundo cubo, palacio donado por los Duques de Alba para casa matriz de las beneméritas Hermanas de la Cruz.

Desde noviembre hasta mayo los dedos de mis pies se pintaban de diminutos puntitos rojos que iban hinchándose con el transcurso de los meses de frío. Por las mañanas tenía los pies insensibles y helados, pero en el recreo de medio día, mi sangre joven recalentada corría por mis venas como un potro desatado, causándome una auténtica locura de picores que trataba de soportar pacientemente, hasta que llegaba al paroxismo y ya no podía contenerme, rascando mis pies contra el duro esparto de la estera de la sala de labores, y corría al oratorio a pedirle a Dios que remediase aquel mal infernal.  Nunca mis fervientes súplicas consiguieron aliviar mis ardientes picores.

Aquel tormento no cesaba ni durante las escasas horas de sueño. Recalentados mis pies bajo las mantas, los rascones convulsionaban mi cama  de hierro. Era bueno sufrir, leía en los estoicos, pero yo quería morir. Cada vez lo procuraba más mi pobre paciencia. Inventaba remedios que me hubieran sido prohibidos. Me escapaba de mis compañeras y subía a la azotea. Sacaba agua escarchada de una tina y metía los pies hasta que se calmaba aquel ardor de mil insectos embravecidos. Otras veces cogía agua hirviendo de un caldero, y todos mis nervios de resentían del achicharramiento.

La delicada piel iba cediendo y mis dedos agujereados mostraban una carne purulenta y machucha. El pus se pegaba a la media de algodón y a la babucha de paño, que a la noche tenía que arrancar de un tirón. Una noche me faltó el valor. Mis compañeras, compadecidas, rodeaban mi cama. Yo gritaba horrorizada viendo acercarse una mano atrevidamente caritativa. Como no había forma de arrancar la media sin traerse adherido un trozo  de carne enferma, propuse ablandarla con agua. Una  de ellas me subió a cabrito, las otras nos seguían por el corredor hacia los lavabos, en una fantasmal cabalgata. Yo lloraba arrastrando la media como una sierpe india mordiendo mi pie.

Al día siguiente, la compañera encargada de la Enfermería, derramó sobre la llaga un chorreón de yodo puro. Durante unas horas no fui consciente más que de ser toda un ascua incandescente. Aquello fue mi bajada física a los infiernos. Días después estaba totalmente curada, quedando sólo un leve pellejito chamuscado.

Ojalá que todas las pandemias que cíclicamente sufre la Humanidad, gracias a los adelantos imparables de la Ciencia, lleguen a desaparecer, como mis sabañones.   

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