29 diciembre 2011

EL DESCUBRIMIENTO DEL VIOLÍN


Se celebraba una de aquellas fiestas plebeyas de los años cuarenta, con motivo del bautizo de la recién nacida hermanita de una de mis compañeras de  la vecindad. Yo no estaba invitada, pero iría de todas formas, confiada en que como muchos otros, también podría colarme. Brillaba ya Venus, esplendoroso como en ningún otro sitio, en un cielo de anochecer color azul pavo real.

Una parra de incipientes racimos colgantes techaba irregularmente un ángulo del patio, el resto cruzado de cadenetas  y bombillas de colores. Al fondo perfumaban los jazmines. La gente se aglomeraba en el interior de la casa, donde en bandejas repartían cosas apetitosas a todo el que se acercaba. Cuando los vinos surtían su efecto entrábamos en parte también los no invitados. Yo sabía que aquello no era para mí. Iba sólo a  ver divertirse a los demás, a divertirme yo también  escuchando enardecientes pasodobles, voluptuosos valses y desgarrados tangos en moda, que expandían mi pequeño mundo tangible a otros lejanos, misteriosamente atractivos.

Me quedé sola en el patio. Sobre un tablado bajo la parra, callados descansaban los instrumentos que por un intervalo habían dejado los músicos. Uno de ellos, moreno verde uva, mentón cuadrado, esculpido como a buril, ondulada melena hasta los hombros, camisa de mangas acampanadas recogidas en los puños, y faja roja a la cintura, templaba su instrumento, que emitió un gemido agudo, tembloroso, sostenido, para continuar en una cascada de notas saltarinas, tumultuosas y desequilibradas.

Poco a poco fui acercándome. Sentada en el suelo escuchaba absorta, maravillada, aquella música fascinante, que me sumía en una temible gozosa inmensidad. En la soledad en que nos habían dejado, aquel hombre tocaba en éxtasis, sosteniendo su instrumento entre su hombro y su barbilla, deslizando sutilmente aquella varita mágica  como un pincel que trazara brochazos surrealistas en un lienzo invisible, o como un cetro creador que marcase sonoros puntos luminosos, que dilatados ascendían en el espacio para ir a cuajar en la bóveda oscura del cielo allá arriba dónde seguirían existiendo por toda la eternidad. Aquel músico tocaba como un loco, sólo para si mismo, tal vez también para mí. El movimiento incesante del arco contra las vibrantes cuerdas, rasgaban el corazón como un afilado estilete. Mi alma, desenroscada, se erguía contorsionándose como una sierpe india a sus pies.

La gente volvió a retomar el baile de arrastrados pasos. El adaptó su instrumento al pomponeante tambor, a los chasqueantes platillos y a una estridente trompeta. Yo trataba de diferenciar los inefables sones sueltos ya silenciados entre el estruendo de los demás, por alargar la desaparecida lírica emoción. Pregunté a alguien señalándoselo, cómo se llamaba aquella especie de guitarra pequeña y panzuda, que nunca antes había visto de cerca.

Cuando volvía a casa, un  poco más arriba, ya bien entrada la noche, tactada por una fresca brisa de verano, la divinizada palabra seguía  reproduciéndoseme en los oídos como una melodía. Violín…¡Qué bello! Vi-o- lííííín…       

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