13 julio 2014

LA TÍA LOCA


Era la más joven de los hermanos entre varones y hembras de una dinastía
de aristocracia rural de terratenientes e industriales . El primogénito, el tío
Antonio, muy bien parecido como todos los demás, a quien sólo había
visto en fotografías, era ingeniero civil, creo que ya no vivía por entonces.
Republicano y mecenas de las artes, había estado en la cárcel durante
la guerra. La farmacia del hermano Francisco permanecía cerrada por la
misma causa política. Las hembras, de gran porte, todas casadas, tenían  hijos
mayores que habían hecho carreras universitarias y ocupaban puestos importantes.
Ellas sólo habían aprendido a bordar y a dirigir una casa con la distinción de su clase.

La tía Isabel era la única soltera. Vivía con una de las hermanas, en un palacete.
Una casona grandísima de dos altísimas plantas abarcaba dos calles  y
todo el bloque hasta la esquina. La planta superior tenía balcones y la inferior
ventanales enrejados. La vivienda cogía casi toda la planta alta, a la que
se llegaba desde la calle por varios sombríos zaguanes con cancelones y amplias
escalinatas. En el primer zaguán abierto durante el día, se refugiaban mendigos
y borrachines, que por las noches eran echados por el capataz, antes de cerrar
el portón.

Por la parte trasera el caserón daba a una calle de segundo orden. Un gran corralón con estancias para  graneros, gallineros, conejeras, palomeras pocilgas y establos. Al atardecer se abrían los portalones para dejar entrar a los hombres que volvían de los olivares con las bestias, que  olían a heno recién cortado y campanillas silvestres, como el Platero de Juan Ramón.

El que yo tuviera acceso a la mansión señorial se debía a ciertas circunstancias
familiares que yo, como niña juiciosa conocía. La única hermana de mamá
estaba casada con el miembro más joven de esta familia, ya viudo de un desastroso
matrimonio de clase, y empobrecido después de haber dilapidado su fortuna
como cualquier tradicional calavera de aquellos arrastrados tiempos de
post imperio  español.

Era un buen hombre que me había acogido a mí en su casa, como a la muerte 
de mamá recogió a la recién nacida, que fue para él su verdadera hija.
No había tenido hijos con su mujer, una enferma que había terminado en
morfinómana, determinando el desastre de su matrimonio, ni con mi tía,
que siempre se había culpado de estéril, ignorando que el estéril era él,
que había contraído una orquitis mientras despilfarraba su fortuna en la capital.
Él no quería volver a hablar de matrimonio en toda su vida, pero las catequistas
lo consiguieron en tiempos de misiones, cuando se había vuelto a imponer la
exigencia de los certificados de bautismo primera comunión confirmación
matrimonio y extremaunción si había lugar, para poder entrar en escuelas, fábricas
y etcéteras.

Por estas circunstancias de lejano parentesco político, yo tenía el privilegio de acceso a aquel castillo cerrado al mundo exterior como un convento de clausura, a otras personas que no fuesen del escaso servicio y al capataz que a final de semana pagaba a los hombres escuálidos y requemados por el sol.

Yo era la mandadera de los encargos especiales que su cuñada hacía a mi tía.
Durante las vacaciones me pasaba allí todo el día jugando en las habitaciones
donde coleccionaban los granos resbaladizos, en cuyas movedizas arenas pude
haberme hundido. Me deleitaba esta casa señorial de muebles de estilo isabelino,
hasta que aprendí a depurar mis gustos.

Por los enormes ventanales que daban a todos los puntos cardinales, entraba el
sol que inundaba hasta el recoleto patio de columnas, como un harem árabe,
con sus macetones de palmeras enanas, sus fucsias colgantes entre los arcos,
y el verdor del cercano parque natural, en cuyo epicentro estaba enclavada
la ciudad en un paraje privilegiado por la naturaleza..

Tuve la fortuna de asistir  a la boda de la única hija. La ceremonia se llevó a cabo
en una de las habitaciones donde habían instalado la capilla, por cuya
concesión habían pagado una fortuna. Despreciando exquisitas viandas,
me atiborré de pastelillos, por los que  si no los tenía  durante algún tiemopo podía llorar. Más tarde, cuando nació el único hijo varón, yo tenía que cuidarlo más que jugar con él. A mí me miraban allí con el menosprecio y la compasión de a una niña pobre.

En una de las habitaciones, siempre cerrada, comunicada  al exterior por un
pequeño cuadrilátero de rejillas, al que yo llegaba de puntillas estirando
los pies, cuando la tía pedía algo abriendo la pequeña portezuela. De vez en cuando acompañando a alguna de las sirvientas, pude traspasar la puerta de donde estaba confinada la  misteriosa tía Isabel. Una mujer madura de pelo canoso y descuidado, vestida con un batón negro o gris hasta los pies. Había tenido que ser una mujer hermosa y señorial, como toda la familia.

En aquellos tiempos de Casa de Bernarda Alba, era una odisea atrapar
un marido, cuando la cuota de virilidad era de nueve mujeres
para un solo hombre, no sé si descontados los homosexuales y los
votos de castidad, en un país que no admite la poliandria y permite sólo
una esposa legal.

La tía Isabel me miraba con ojos amables y una sonrisa. Seguramente le hubiese
gustado charlar conmigo, pero nunca nos dejaban, y cuando la oía, su voz sonaba
extraña por el desuso, como la de un obligado trapense. Tal vez veía en mí a la
hija que nunca tuvo. Pero pronto la abandonábamos cerrando la puerta con llave tras nosotras. Aquella habitación estaba impregnada de olores fisiológicos, feces y orina, y tal vez otros todavía no detectables para mí.

La tía Isabel era el gran secreto de la familia. Su nombre no se había
vuelto a mencionar públicamente desde que había sido enterrada en vida.
En su juventud fue novia de uno de los compañeros de curso de su hermano
farmacéutico, que al terminar la carrera se había casado con otra. Este incidente
era la causa de su demencia.

Yo estaba vagamente contenta de no tener conexión de sangre con ella.
Me sentía así libre del maleficio genético que había llevado a  tía
Isabel a la locura por un farmacéutico de pueblo. Me juré a misma
que a mí no me ocurriría eso jamás.

La tía Isabel murió bastantes años después, de un cáncer de útero,
todavía confinada en su habitación.

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