En el colegio de las Beatas, sor Emilia me
preparaba para la primera comunión. Aquellas enseñanzas me sonaban a cuentos
para niños, que ni las monjas creían. Como si nos quisieran hacer comulgar con
piedras de molino. El curso siguiente tuve que pasar a los Grupos Escolares Pedro
Gutiérrez. Papá ya no podía pagar las tres gordas diarias que le costábamos
cada uno de los tres.
Mi primera comunión no podía pasar de aquel
año. Pero en casa no había dinero para pagar todos aquellos perifollos. Tendría
que hacerla con el babi blanco de cada día, lavaíto y planchaíto. Para mí una
tragedia mucho peor que no tener juguetes en reyes. Mi prima había hecho la
suya de todo lujo un par de años antes. Le pediría prestado su traje, al que ya
le habían cortado las mangas. Yo misma di la solución para que la costurera las
reconstruyera con unos anillos de lazo de seda, unidos con una especie de vainica
ancha y espaciada. Pero no podría llevar su velo de blonda, que además
de enorme para mí, era una riquísima mantilla bordada, tesoro de su familia. Lo
demás lo iríamos reuniendo aquí y allá, prestado también. Por fin llegó el gran
día, y allí estaba yo con el lujo de mis prestadas galas.
Las monjas nos habían mencionado al niño
Tarsicio, patrón de a Eucaristía. Apedreado hasta morir en la Vía Apia el año
258, cuando llevaba la comunión a los cristianos en tiempos del emperador Valentiniano.
Y a san Pancracio, joven frigio catequizado y bautizado en Roma por el propio
papa Marcelino, decapitado a los 19 años en la Vía Aurelia el año 305, en
tiempos de Diocleciano. Muy pronto el emperador Constantino el Grande iba a
acabar con esos horrores.
Pero
yo no noté ninguna transmutación sobrenatural. Estaba deseando que acabase la
larga ceremonia y comenzase el “gran día de cielo pasado en la tierra” que
anunciaban mis estampas recordatorias. Visitamos a los parientes más cercanos,
que depositaban unas monedas en mi limosnera, una bolsita bordada de perlas,
que colgaba de mi cíngulo en la cintura.
En Sevilla nos encontrarnos con papá que había pedido medio día libre en su
trabajo, y nos fuimos a comer una gran comida en un pequeño restaurante.
Ya
cansada de visitas y de helados en aquella tarde calurosa de un 17 de junio,
aun quedaba la tradicional foto de estudio para conmemorar la fecha, y poder
liberarme de aquel molesto disfraz. Ya bastante deslucida, me colocaron de pie
bajo un cielo flotante de regordetes angelitos
de Murillo. El traje descolgado en mi cuerpo menudito, recogido con un
cíngulo doble, como de franciscano pobre, terminado en borlas despeluchadas
sobre los zapatitos de pulsera de recia lona blanqueada con albayalde.
El
velo de tul liso me cuelga desgalichado, sujeto por una diadema de rositas blancas
artificiales. En la sien derecha se escapa una punta de rizo que me habían
enroscado con unas tenacillas calientes la tarde anterior.. La vela larga y
lisa, no rizada y decorada como la de mi prima, adornada con un ramo de flores
artificiales y un gran lazo, descansa sobre el reclinatorio de terciopelo rojo,
en blanco y negro, doblada por el calor. Las manos, calzadas por unos guates un
poco grandes, sostienen abierto un librito de nácar. Una carita seria e
inocente, exenta de la más elemental coquetería, de ojos filosóficos, desilusionados,
morbosamente resignados. Mis hermanos un día le pintaron los labios “para que estuviera más alegre”.
Había
escarmentado para toda mi vida de aquellas galas blancas como un sudario.
Viviendo en Francia muchos años después, la famosísima vidente Madame Sol, que publicaba sus horóscopos en
France Soir, predijo que los Piscis nos casaríamos antes de finalizar aquel
año. Yo me casé el día 31 de diciembre de aquel año, en el municipio de
Martínez, San Francisco, California, cerca de donde vivía la familia de mi
marido. Elegí un traje de fondo negro, estampado con orquídeas color yema de
huevo, como la única orquídea natural que llevaba en la mano. La ceremonia la
ofició una juez bellísima, pelirroja y
cinematográfica como una actriz de
Hollywood, en toga negra y birrete con borlón. Lo celebramos sólo en familia en
Tía María, un lujoso restaurante mexicano jardín interior. Luego nos fuimos a
ver el estreno de la película “Los diamantes duran para siempre”.
Mucho
ha cambiado España desde mi pobre primera comunión y con la Democracia. Hoy el
evento cuesta entre cien mil y un millón de las antiguas pesetas, traducidas a
euros, y las pequeñas novias comulgantes
no llevan nada prestado. Es la revancha colectiva por aquellos penosos años de
escasez, cuando los españoles salían como emigrantes por toda Europa. Yo entrevisté
a muchos para mis columnas en Siete Fechas, Edición Europea, mientras estudiaba
Lenguas Modernas en la Universidad de Zürich.
Los españoles pudieron acuñar el “ya semos europes” . De emigrantes pudimos pasar a ser un país acogedor,
con la vocación de San Juan de Dios que nos caracteriza. La poderosa diosa Fortuna hace mover su
rueda incesantemente. Y ahora la crisis,
de la que quizás todos seamos culpables.
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