02 junio 2012

EL ARCO IRIS








Los niños que vivíamos en la carretera Bailén nos reuníamos a jugar en la zona entonces privilegiada de Calderón Ponce, a donde venía a veranear gente acomodada de Sevilla. Calderón Ponce era un florido pensil. Ahora es un caos urbanístico 
desarmonioso sin cohesión planificadora de construcción.
El cerro en primavera se poblaba de lujuriosas amapolas y recias margaritas, y estaba rodeado de chalés cuyos porches se techaban de graciosas rositas de pitiminí. Los jardines interiores se sombreaban con copudos árboles colgantes de lilas. Robábamos las abundantes flores que se escapaban por los enrejados, para hacer un altar.
Aquellos que llamábamos niños ricos  se unían a nosotros formando una alegre bandada  sin divisiones sociales. Pasados los años más de alguna de aquellas niñas se casó con alguno de aquellos muchachos  que ya habían terminado sus carreras universitarias. 
Allí lanzábamos al aire cometas o panderos multicolores que elevándose en el cielo a veces se nos escapaban como Ícaros derrotados por el sol. Muchos los construíamos nosotros mismos sobre  un armazón de rajas de cañas  y papel de seda de colores  pegados con una  masa de harina y agua. 
Más abajo estaba la Calera, una depresión de tierra amarilla cortada  en cresta hacia las vías del tren. De parte a parte cruzaban las vagonetas cargadas de albero, que por arte de magia para nosotros, se volcaban en el centro de aquella ancha boca de volcán artificial. Estábamos avisados del peligro del lugar, donde se había producido más de algún accidente mortal.  A pesar de ello más de uno había querido echar un paseo en aquel funicular horizontal. Supongo que algunos de los mayores, con mejor sentido, lo llegó a evitar. Abajo humeaban  los hornos Nos deslizábamos  en cuclillas por las pendientes resbaladizas y volvíamos a casa con las ropas sucias y desgarradas. Una grandullona alelada se presentó una vez con un  gran paraguas negro que pretendía le sirviera de paracaídas.  
Tras  un día invernal que había llovido mucho, por la tarde salió el sol. La tierra exhalaba un vaho perfumado.  Era la hora de la merienda y los niños corrían a sus casas acuciados por el hambre o llamados por sus madres que tenían que arrancarlos del juego. Los más aventajados volvían luciendo bocadillos de jamón,  otros tenían que conformarse con medio bollo con aceite y azúcar o  una onza de chocolate terroso.  Por reflejos condicionados yo no sentía hambre. 
La merienda no contaba en el horario de mis comidas. Me habían dejado sola construyendo mi castillo de arena mojada con mis manos insensibles y heladas. Ya de pie daba saltitos con las manos bajo los sobacos para calentarlas. Un espléndido arco iris de  marcados colores  se extendía oblicuamente por la bóveda azul celeste, desde el lejano edificio del  Correccional hasta hundirse por detrás de las murallas del Castillo.
Sentí que aquel Arcoiris había sido dibujado exclusivamente para mí. Una felicidad  demasiado aplastante para mi pequeño cerebro de niña hiponutrida.


No hay comentarios: