03 junio 2012

A e i u o borriquito como yo





LLevaba el chupe en la boca la primera vez que me dejaron en una especie de guardería a cargo de doña Manola, con  gafas redondas de finos aros de caré, falda hasta los pies calzados con botines negros, corpiño encorsetado, golilla de encajes y mangas de jamón. Sentada en su falda me enseñaba las vocales en una tabla de cartón. La primera letra que aprendí fue la O.

Luego fui a una miga en la calle San Sebastián, a donde cada uno llevábamos nuestra sillita Sevilla de asiento de aneas y palillos de madera en colores vede rojo amarillo y azul. Allí cantábamos los días de la semana, los meses y las estaciones del año, y aprendí mi primera canción.

Felisa va en un coche
Viva el amor  
a ver a su papá                                           
Viva la rosa en el rosal                                                          

Qué lindo pelo lleva     
Viva el amor
Quién se lo peinará
Viva la rosa en el rosal.

Se lo peina su madre
Viva el amor
Con peine de cristal
Viva la rosa en el rosal.

Felisa ya se ha muerto
Viva el amor
La llevan a enterrar
Viva la rosa en el rosal.

La caja era de plata
Viva el amor
Con tapa de cristal
Viva la rosa en el rosal
                                                                         ********

Pero a quien Felisa iba a ver, viva el amor, era a su amante, me aclaró ya adulta yo, otra versión que escuché en la radio. Yo llamaba a aquella escuela la miga de Doña Felisa. En el colegio de doña Mercedes, regentado por dos hermanas casi gemelas, leíamos La estrella del mar y cantábamos Con flores a María y Viva Cristo Rey. Aquí sufrí la primera agresión machista de parte de un compañero que siempre que tenía ocasión me aterrorizaba mostrándome en un libro el esqueleto  de un dinosaurio.   
                           
Al año siguiente nos matricularon en  el colegio de las Beatas, donde pagábamos tres gordas cada uno por ir a las clases de abajo. Íbamos todos juntos, mis primas con capas azules, nosotros con babi blanco. Al llegar al colegio nos dividíamos. Mis primas entraban por la puerta principal para ir a las clases de arriba. Nosotros por el portón lateral de la callejuela Cristóbal de Monroy.
Durante los recreos nos pegábamos a la reja que separaba los dos patios, el nuestro baldío, el otro con macetones, arriates y un pequeño estanque de peces de colores a los que me entretenía en observar, ya que mis primas nunca aparecían por allí.

Sor Emilia, siempre acatarrada en su clase grande y sombría, nos enseñaba a contar unidades decenas y centenas en un ábaco con bolas de colores, y la Historia Sagrada en un librote apoyado en unos soportes que permitían ir pasando las páginas apaisadas de bellísimas estampas en color con guardillas doradas. El Dios Creador entre nubes. Adán y Eva con las hojas de parra y las manos sobre el sexo. La insidiosa serpiente en medio, el Arca de Noé en lo alto del monte Ararat, el paso del Mar Rojo con los carros y caballos del Faraón patas arriba, Moisés bajando del monte Sinaí con las Tablas de la Ley. Aquel libro tenía que ser una joya bibliográfica.

El curso siguiente pasé a la clase de Sor Pilar. Una mañana me dieron en casa un papelito doblado para entregárselo. Cuando ya estábamos todas sentadas haciendo nuestras tareas, Sor Pilar me llamó a su estrado. Las niñas callaron para oír mi pecado. Durante unos minutos tenían que corear meona meona. Luego me dio una palmadita en el culo y me mandó a mi sitio.  Bajé de aquel alto presbiterio como de un patíbulo. Permanecí toda la mañana con la cabeza agachada y las manos inmóviles sobre mi cuaderno de hacer palotes. Al llegar a casa no comí, y no volví más a aquel colegio donde mis desalmadas compañeras me habían llamado meona.

Influida por una conocida que iba a la Escuela Nacional, me matriculé en los Grupos Viejos, “a donde iban todas las pobretonas y maleducadas de Alcalá”. Resignada a mezclarme con aquella miseria, allá me fui una mañana espléndida de azul.  Pero aquello era muy distinto de lo que me habían contado.
Al armonioso edificio de los Grupos Escolares, con torretas gemelas, para niños y para niñas, se accedía por unos jardines escalonados entre altas palmeras. Las clases eran mucho más amplias y alegres  que las de las monjas para niñas no pudientes. Por los grandes ventanales enrejados, el sol daba a las paredes encaladas una gran esplendidez. Cuatro hileras de  doble pupitre de madera color avellana  dejaban suficiente espacio entre sí. El enorme patio de recreo, de dorado albero, estaba flanqueado de umbrosos árboles  de los que comíamos moras.

Me asignaron a la clase cuarta, entre niñas mayores  que yo. La señorita María del Carmen, joven y rubia, exudaba pedagogía de Escuela Normal. Aprendíamos la Historia de España, geografía peninsular, dibujo y matemática elemental. Yo leía muy bien, pero escribir no se me daba. Escribía muy torcido por renglones muy derecho, escapándome arriba y debajo de las líneas como la aguja de un sismógrafo. Quebraba las puntas de las plumillas oxidadas  y ensuciaba de grumos de tinta los cuadernos, en los que iba dejando las huellas dactilares de mis manchados dedos. La señorita María del Carmen me ayudaba a intercalar las eles y las eres en las sílabas triples, con las que tenía dificultad.

Un día en que el dictado me estaba saliendo algo mejor, la señorita llamó a mis compañeras para que lo admirasen. De pronto, una grandullona con cara de caníbal gritó ¡un piojo! señalando sobre mi hombro. Las  niñas retrocedieron espantadas., la señorita palideció. Muy seria, conminó a la de vista de lince  que cogiera al indeseado animalito y lo matase. Se resistió, pero al final tuvo que hacerlo, destripándolo con sospechosa pericia entre las uñas de sus dos pulgares. Al salir de clase se vengó de la humillando dándome  empellones y cachetadas.

En casa no dije nada. Me encerré y me pasé la lendrera sobre el palanganero, campo de batalla de aquel ejército caído. ¡Cuántos piojos tenía! Lo que la gente decía estar encastada o tener la piojera abierta, aunque eso sólo le pasaba a los muertos.  Algunos tenían que ser piojas, diosas de la fertilidad, por el abultamiento del abdomen, promesa de tan abundante proliferación.

Ya no me quedaban más colegios a donde continuar huyendo de mí misma, de mis merecidos tirulos de meona pobretona y piojosa, únicos que había sido capaz de conseguir. Pero la vida me tenía ya preparada una gran jugada en su tablero de ajedrez. No tuve que volver a aquel colegio  de mis piojos.         

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